viernes, 27 de noviembre de 2009

Los caballos de Canetti


José María Ridao en El País.

Una de las mayores incógnitas políticas es dónde desembocará esta sensación cada vez más generalizada de estar llegando al límite. Al límite de un debate público bronco y banalizado, al límite de unas polémicas entre partidos en las que la realidad es sólo un remotísimo referente, al límite de los casos de corrupción, al límite, incluso, de las columnas que, como ésta, declaran que se está llegando al límite.
Cuando, al hacer balance de lo que ha dado de sí la política española durante una semana, se alcanza la desengañada conclusión de que no hay mucho que decir, lo mejor sería guardar silencio. Pero, como señala Elías Canetti en una frase que suele repetir Miguel Ángel Aguilar, la voracidad del espectáculo acaba convirtiéndonos en caballos que se alimentan de su propio galope. Y entonces hay que escoger uno de dos caminos, o reincidir en asuntos sobre los que ya se ha dicho todo, desde lo más inteligente a lo más necio, o chapotear en los nuevos señuelos con los que unos tratan de ocultar que gobiernan de aquella manera y otros que tienen la casa sin barrer y que, por descontado, no están ni remotamente dispuestos a barrerla.

Flaubert confesó que, con Madame Bovary, se propuso escribir una gran novela sobre los asuntos banales de una adúltera de provincias. Es exactamente lo contrario de lo que en España sucede ahora: los asuntos capitales sirven de materia para el guión mediocre de una previsible gresca de patio de vecinos.

Con el agravante de que, encima, no se puede pasar de largo y dejar que se las compongan como puedan. Entre otras razones, porque son conocidas las consecuencias de abandonar el espacio que nos corresponde como ciudadanos, haciendo lo que jamás se debería hacer: abjurar de la política y los políticos, desentenderse de las instituciones democráticas.

Aunque es probable que ya nos hayamos olvidado, éste fue un país que creyó vehementemente algunas cosas. Creyó que su suerte debía estar unida a la de Europa, abandonando para siempre su condición de reserva folklórica para solaz de viajeros en busca de aventura y tradiciones primigenias. En apenas unas semanas, corresponderá a España presidir la Unión Europea en un momento crítico de su breve historia, pero éste es el momento en que poco o nada se sabe de lo que se pretende hacer y en que nadie parece interesado en solicitar información y explicaciones.

Este país creyó, además, que su atraso no era una maldición del destino, sino una manifestación del mal gobierno. Ante una crisis económica como la que padece el mundo, y que en España está teniendo efectos multiplicados y devastadores, lo único a lo que se asiste es a una reiteración de eslóganes risueños o catastrofistas, dependiendo del lugar que ocupen los respectivos portavoces.

A poco que se haga la prueba, no es difícil imaginarlos disfrazados como aquellos antiguos misioneros que iban de aldea en aldea prometiendo el cielo o amenazando con el infierno, según temperamentos y humores. Tan pocas razones, y no digamos estrategias, aducían para que el destino de las almas se inclinase hacia un lado o hacia el otro que, en el fondo, bien podrían ser los precursores de los responsables políticos que hoy se encaraman a la tribuna para lanzar eslóganes económicos que no buscan liderar la recuperación, sino crear quiméricos estados de opinión en favor de intereses electorales.

Y este país creyó, también, que el poder caciquil y corrupto que alentaron la Restauración y la dictadura no estaba inscrito en ningún código genético, sino que era resultado de considerar las leyes como obstáculos a sortear, no como imperativos absolutos. Hasta el punto de que Karl Marx definió a España como el país de Europa con más leyes y donde menos se cumplían. Frente a la proliferación de escándalos en los últimos tiempos, aún hay quien se atreve a proponer más leyes todavía, como si fuera preciso recordar por ley que no se pueden desviar fondos públicos hacia las arcas de los partidos ni tampoco de los bolsillos particulares.

Por más que se generalice la sensación de que estamos llegando al límite, las cosas en que este país creyó siguen vigentes. Y además, y a diferencia de lo que ocurrió tantas veces en el pasado, dispone de las herramientas imprescindibles para alcanzarlas, como son un régimen democrático y un nivel de desarrollo capaz de conjurar cualquier tentación de fatalismo.

Podemos, sin duda, seguir alimentándonos de nuestro propio galope, como los caballos de Canetti, y llevar el debate público hasta extremos de miseria inconcebibles. Pero las cosas que importan, y en las que este país creyó, están todavía ahí, exigiendo una respuesta.

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