lunes, 12 de octubre de 2009
Corrupción constituyente
Gabriel Albiac en ABC
LA corrupción es la vida: decir que es ése el hallazgo más alto de Aristóteles, sería hipérbole. Todo en él es hallazgo. El tratado Sobre la generación y la corrupción es, si acaso, epítome del aristotelismo: todas su claves fluyen en él con la armonía expositiva que a un autor le es dado alcanzar muy pocas veces. Son los raros momentos en los cuales el concepto más árido reviste la belleza infalible del poema. Y ante quien lee destella lo intemporal. Aunque el que lee no sepa qué esfuerzos fueron precisos para dar forma sencilla a lo más extraño: «La corrupción es la vida», por ejemplo. No un desenlace, ni siquiera un momento de la vida; la vida. Vive lo que está corrompiéndose. Y si no hay podredumbre en la aritmética estructura inmóvil del diamante, es porque ni en diamante ni en aritmética incuba la enfermedad mortal de estar viviendo.
Es cómodo -consolador, incluso- ver en Maximilen Robespierre tan sólo al alucinado sacerdote de la ley del Gran Terror o de la ley del Culto de Estado, esa pendiente que lleva por fuerza a Thermidor y a la matanza. Pero el arranque de eso es un hallazgo aristotélico y brillante: «La corrupción o el terror», no hay otro fundamento sólido del Estado moderno. Frente al rival modelo inglés, que ha dispuesto de los recursos económicos precisos para comprarse entero el lote del Viejo Régimen y hacer de él ornamento funcional del Nuevo, el Incorruptible apostará por ese nombre propio de la virtud de Estado, al cual él llama Terror. Ante la guillotina, sabrá que se ha equivocado. Pero es fácil decirlo con dos siglos y pico de distancia. La más áspera verdad es que a los jacobinos no se les presentó en ningún momento una alternativa «a la inglesa». Mataron, pues. Y fueron muertos. Y si algunos de los no menos grandes, Danton por ejemplo, se corrompieron antes de morir, fue avatar personal, sin eficacia en el curso de las cosas del Estado.
Lo más definitorio de la democracia moderna es el estar genéticamente vinculada a la corrupción, desde su origen mismo: la representación de los muchísimos por los muy pocos; y la delegación en los casi ninguno del mayor cúmulo de dinero que haya administrado jamás institución conocida, el que recauda una relojería impositiva que no tiene precedente aproximado en la historia de la especie humana. La Hacienda Pública, que es la joya de la corona del Estado moderno, es el perecedero barro del cual está cocida su esencial aptitud para ser corrupto. Mejor eso, desde luego, que asesino. O menos malo. Pero toda democracia con un curso lo suficientemente largo sabe hasta qué punto no obstaculizar ese automatismo, mediante las codificadas trabas que un poder judicial autónomo regule, es adentrarse en la pendiente del suicidio.
De todos los países en diverso grado democráticos del mundo digamos sin más que civilizado, España es el peor dotado para que el automatismo de la corrupción política pueda ser mínimamente interferido. Está la ley que corrompió -o sea, descompuso- la independencia del poder judicial en 1985. Estaba, desde la Constitución misma, el artículo que ponía bajo exclusiva tutela municipal la recalificación del suelo, y que ha sido el primer y más estable foco de soborno en la política española, sin distinción de partidos. Están las Autonomías, está la devastación del tejido social que hace que aquí, ninguna forma organizativa que no sea la de los partidos sobreviva al aniquilamiento... ¿Hasta dónde irá esto? Hasta donde Aristóteles sabe que tiene que ir: hasta la muerte.
Corrupción, democracia... Aristóteles: «una tragedia y una comedia se escriben con las mismas letras».
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