domingo, 27 de diciembre de 2009

La fragancia del adiós


Joan Barril en El Periódico de Catalunya


A este paso voy a considerarme una especie en extinción. Y no me refiero a la cantidad de leyes y de ordenanzas que me excluyen sin que tenga la conciencia de delincuente. Al fin y al cabo, la vida ciudadana está poniéndose tan difícil como los análisis clínicos. Es decir, que la gente va a que le miren la sangre sin haber cambiado sus hábitos y lo que antes estaba por debajo de la línea de alarma hoy está por encima del riesgo.
Pero no se trata de leyes o de ordenanzas. Lo que acrecienta mi sensación de bicho raro es el hecho de no haber sido sometido jamás a una encuesta, ni telefónica ni presencial. Vamos: que nadie me ha preguntado nunca qué opino del sabor de un sopicaldo o de la inteligencia política del jefe del Estado. Puestos a buscar casualidades, debo decir que antes me ha tocado la lotería –un duro por peseta que hace años fue a cobrar mi maestro y amigo Josep Pernau– que no sentirme ungido por el dedo demoscópico. Como sea que he compartido mi perplejidad con otros ciudadanos o amigos que jamás han sido consultados, debo decir que las encuestas políticas se han convertido en un reclamo de lectura imprescindible. Existe un periodismo de encuestas y, lo que es más grave, existe también una política que se basa precisamente en las encuestas. La encuesta es la plasmación gráfica de algo que se intuye, pero es al mismo tiempo un dato que los que han de decidir consideran indiscutible. Al igual que con la fiebre, en vez de aplicar los labios sobre la frente del supuesto enfermo se parte de la base de la infalibilidad del termómetro. La vida de los países que no se sienten especialmente seguros necesita datos supuestamente objetivos para decidir hacia dónde ha de inclinarse la acción política. En eso parece que hemos ganado algo. En el siglo XIX bastaba el pronunciamiento de un puñado de rebeldes para desencadenar la represión. Hoy la cosa es más incruenta y las encuestas se sirven como si se tratara de un diagnóstico cuanto más alarmante mejor.
Desde ayer, y gracias a este periódico, sabemos que en una eventual consulta sobre independencia sí o independencia no el voto afirmativo llegaría casi al 40%. Me gustaría verlo en la realidad. Porque las respuestas siempre dependen de las preguntas. La independencia de España puede ser el apoyo a un proyecto o un rechazo a un estado de cosas, que no es lo mismo. El proyecto independentista no va más allá de un sentimiento, tan respetable como se quiera, pero eminentemente sentimental. ¿Cuántos de esos supuestos votantes telefónicos han votado sí a la independencia como mera reacción a las muchas falsedades que desde el resto de España se vienen expandiendo desde hace siglos? La independencia, hoy por hoy, no tiene liderazgo ni modelo económico ni proyectos de alianzas ni complicidad con los poderes reales catalanes. Ese casi 40% responde a un honorable hastío, pero un hastío huérfano. Mientras que los unionistas se consolidan en un panorama tradicional, sólido y cómodo. Visto así, el resultado de la encuesta publicada en letras enormes puede ser visto como una noticia, pero tiene como efecto secundario el carácter de proclama provocativa.
Las encuestas son un aroma. Ayudan a la pasión pero no llevan ni al amor ni al desamor. Las encuestas suelen ratificar los errores de apreciación. En esa misma encuesta publicada ayer se ve que más de la mitad de los españoles de España creen que el castellano está perseguido en Catalunya. La verdad no es de quien la ve, sino de quien la publica.

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