sábado, 17 de enero de 2009

Un chiste buenísimo con patas


Juan Manuel de Prada en el ABC:

MAGDALENA Álvarez no es un chiste malo, como afirma Montserrat Nebrera. Magdalena Álvarez es un chiste buenísimo con patas, un chiste cuyo acento andaluz nos impide reparar en la verdadera naturaleza de su humor, que reside en el donaire de sus conceptos. El humor de la ministra Álvarez suele ser absurdo, a mitad de camino entre el Groucho Marx de Sopa de ganso y el Miguel Mihura de Tres sombreros de copa. A un diputado que le censuraba que desde el Ministerio de Fomento se hubiese filtrado un vídeo sobre el accidente de Barajas la ministra Álvarez le espetó, toda indignada:
-Pero, ¿qué respeto tiene usted por las filtraciones?
Tampoco son extraños al humor de la ministra Álvarez los alambicados galimatías y los retruécanos grotescos; y así, para excusar sus tropezones lingüísticos, se ha explicado de la siguiente manera:
-Cuido tanto hablar, el hablar, que hablo peor, porque si hablara como siempre he hablado (...), pues me costaría menos porque pienso más rápido que estoy hablando.
A lo que nosotros podríamos responder, al estilo de aquel Feliciano de Silva parodiado por Cervantes: «La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece que, con razón, me quejo de la vuestra fabla». La ministra Álvarez piensa mucho lo que habla para que no pueda decirse de ella lo que Baltasar Gracián decía de la mujer, «que primero ejecuta y después piensa»; pero más le valiera que la tildasen de irreflexiva, porque reflexionando tanto sólo demuestra que sus conexiones neuronales son lo más parecido que uno pueda imaginar a un bebedero de patos. La expresión oral de la ministra Álvarez adolece de una dicción que piadosamente calificaremos de garrafal; y está, además, infestada de tal enjambre de anacolutos, inconsecuencias, tautologías, solecismos y demás inmundicias sintácticas, que uno, al escucharla, tiene la impresión vertiginosa de estar retrocediendo a un estadio remotísimo y elemental del lenguaje, allá donde el hombre aún sentía nostalgia del australopiteco. Claro que, ¿quién ha dicho que para ser ministro de progreso haga falta renegar del australopiteco de nuestras entretelas?
Los andaluces tienen acento, como lo tiene cualquier hijo de vecino; pero la dicción garrafal y la sintaxis inmunda no tienen una explicación geográfica, sino cultural. Se puede tener acento andaluz y una dicción limpia; se puede tener acento andaluz y una sintaxis esmeradísima. Yo incluso me atrevería a decir que los andaluces son quienes tienen, entre los españoles, mejor dicción y sintaxis; y por ello siempre han prohijado a los más cincelados poetas. A Montserrat Nebrera le cuesta comprender el acento andaluz, como a un andaluz le cuesta comprender el acento catalán; pero el problema de la ministra Álvarez no es de índole geográfica, sino cultural. Habla como lo haría un analfabeto; pero no como uno de aquellos analfabetos de antaño, que aprendían a hablar escuchando y leyendo el libro abierto de la naturaleza, sino como un analfabeto de hogaño, que sólo ha escuchado los sermones de su líder político y leído los prospectos publicitarios del partido que lo ha aupado a una dignidad que no le corresponde; sermones y prospectos de dicción garrafal y sintaxis inmunda que se han contagiado a su habla. Montserrat Nebrera, que se piensa menos lo que dice que la ministra Álvarez, lo ha formulado de forma expeditiva; y enseguida se le han echado encima, por solidaridad evolutiva, los australopitecos. Entre quienes, naturalmente, se cuentan sus compañeros de partido, esos señores a los que, según la doctrina establecida por cierto sabio getafense, votan los tontos de los cojones. Y, como unos señores a los que votan los tontos de los cojones han de ser, por necesidad, tontos al cuadrado con los cojones encogiditos, esto es, tontos útiles y acomplejados, le han abierto expediente a Nebrera, mientras al sabio getafense le hacen homenajes sus correligionarios. Y, como además de tontos útiles son tontos de baba, regalan a Montserrat Nebrera un libro de Juan Ramón Jiménez, el poeta que pedía a la inteligencia el nombre exacto de las cosas. No saben, los muy tontos, que a Juan Ramón le habrían dado los siete males, si hubiese oído hablar a la ministra Álvarez.

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