Gabriel Albiac en ABC
CUENTAN los más viejos de los normaliens parisinos (esa «aristocracia republicana», por hacer uso del tópico puesto en rodaje por Condorcet en 1789) la convenida broma con la cual cierto eminente profesor daba la bienvenida a los novatos recién llegados a la École Normale Superieure el primer día de clase: «Tomen ustedes los Ensayos de Montaigne...» Seleccionaba un pasaje. «Procedan a la traducción inversa en latín clásico». Siempre había un pardillo que hacía la pregunta: «¿Podemos sacar el diccionario?» El venerable profe fijaba su atención melancólica más allá de la ventana. Hacía el gesto vago de señalar hacia un punto invisible: «Bueno, si usted quiere acabar allí..., puede sacarlo». En la indolencia despreciativa del «allí», todos ponían nombre: la Sorbona. Si hoy alguien en una Universidad española hiciera algo parecido, se quedaría sin alumnos. Si es que no era a él a quien pusieran de patitas en la calle. Existió la Instrucción Pública. En Europa. Y hasta algo de ello llegó a existir en España. Aun en medio de la mugre del franquismo. Mi infancia fue asquerosa. La enseñanza que recibí, bastante buena. Infinitamente superior, en todo caso, a la que trae a la Facultad el mejor de mis estudiantes. No es ésta la menos triste de las paradojas españolas.
¿Cuándo y cómo se jodió todo? No es fácil responder a eso. Ni fue un instante, ni hubo una sola causa. En Europa, la enseñanza pública mutó después de 1945. La que había sido un institución de acceso retringidísimo -la Universidad- estaba llamada a ser vía de tránsito universal para los que nacieron tras la segunda guerra. No por filantropía. Sencillamente, la Europa devastada necesitaba inmensos recursos humanos para empezar desde cero. La titulación superior masiva era una clave de aquel reinicio. Una inmensa acumulación de recursos materiales -plan Marshall- y humanos hizo posible lo que, de modo frívolo, se llama a veces «milagro», y que, en realidad, fue un planificado esfuerzo, inseparable de la hosca Guerra Fría. Mediados los años sesenta, el capitalismo había normalizado su mecánica en todo el occidente europeo. Y la producción de titulados superiores empezó a ser excedentaria. De eso -entre otros síntomas cruciales del fin de una época- alzaba acta paradójica el 68. Luego, con una celeridad que ninguno de nosotros preveía, la Universidad se desplomó. Parecía aquella Casa Usher que leímos en el Edgar Allan Poe más terrorífico: no nos dio tiempo ni a salir de ella. Y se nos llevó a todos al infierno.
Hubo quienes pudieron salvar algo entonces. Francia, en especial, cuya dualización -joya de la revolución en la Instrucción Pública- puso parcialmente a salvo la selectiva vía de élite de las Grandes Escuelas. En España, lo poquísimo que aún quedaba en pie fue destruido por el PSOE de los años ochenta, entre la LRU, que aniquiló la competencia del profesorado universitario, y la LOGSE, que no dejó ni los escombros de una enseñanza media. Desde entonces, España es un país analfabeto. La ascensión de Zapatero coincide con el acceso al voto de los sujetos devastados por aquel desastre. Blanco o Pajín son sus arquetipos.
Hubo un intento serio de corregir: la ley que a la entonces ministra Aguirre le tumbó el Parlamento en la primera legislatura de Aznar. Aprendida la lección, sus sucesores prefirieron aplicar paños tibios sobre el cáncer terminal y dejarle a otros el muerto. Cuando el peor PSOE retornó, apenas si encontró correcciones a su anterior destrozo. Restableció su lógica docente: necedad para todos. Para un político como Zapatero, el elector-logse es una bendición celeste.
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