domingo, 28 de febrero de 2010
sábado, 27 de febrero de 2010
Lo que sobra y lo que falta
Fernando Savater en El País.
Hace muchos años, en tiempos atroces e incorrectos, alguien dijo que "desde que se inventó la máquina de cortar jamón y el bidé, ni el jamón sabe a jamón ni... lo demás sabe como debe de saber". A la constatación de esa decadencia podemos añadir ahora que, desde que se inventaron las redes sociales de Internet, tampoco los etarras responden ya a la siniestra dignidad de su función. Los últimos detenidos estaban por lo visto más interesados en alardear, propagar su imagen con camisetas infamantes y hacerse amiguetes a través de la red que en exterminar a sus conciudadanos hasta lograr la liberación de Euskadi. Un auténtico escándalo, ya no puede uno fiarse ni de ETA.
Puestas así las cosas, nada tiene de raro que la llamada izquierda abertzale, ese pintoresco oxímoron, ande buscando algún nicho político legal que le permita en próximos comicios volver a la respetabilidad y a las subvenciones. ETA y sus malos modos son una carga explosiva de la que deben desprenderse (con cuidado, porque es inestable y puede estallar de repente dándoles un disgusto) de modo semejante a esos escaladores que, sorprendidos por una tormenta a medio camino de la cima, abandonan mochilas y otros impedimentos para regresar cuanto antes al campamento base donde espera el caldito caliente y la Cruz Roja.
Mientras van descendiendo con las debidas precauciones, nada impide reflexionar un poco sobre ciertas desdichas de nuestra época. Para empezar, la constatación de que la mayor parte de las tropas etarras está formada por chavales, que -sin saberlo- tienen más ilusiones y caprichos en común con sus coetáneos que con los torvos ideólogos que les han convertido en carne de sus cañones. Son chicos y chicas que han nacido y crecido en una democracia, gozando de todo tipo de libertades que ni conocen ni aprecian, porque nadie se ha molestado en explicárselas. Su rebelión produce horrores, pero no deja ya de ser trivial porque ha perdido hasta los últimos atisbos de justificación que pudo brindarles la pasada dictadura que no conocen ni de oídas. La desproporción flagrante entre los objetivos borrosos y absurdos que les han inculcado y los métodos criminales que les recomiendan sus capataces acaba por desembocar en una grotesca mascarada. Como falta el mínimo sustento ideológico para que sean revolucionarios, se han convertido espontáneamente en hooligans. De ahora en adelante, cada vez más fehacientemente, ya no son más que las víctimas de quienes perversamente les han educado para verdugos.
En esta fase terminal -que desde luego sigue siendo irrefutablemente peligrosa para tantos, ay- los menos arriscados o más oportunistas buscan una vía de escape que siga prometiendo rentabilidad política a medio plazo. Re
-cientes declaraciones de varios dirigentes abertzales apuntan con vacilaciones y cautelas en esa dirección. Pero todavía guardan el resabio del mal que han propagado durante tantos años. Por ejemplo, en su entrevista a Berria, el acrisolado comisario Rufino Etxeberria habla ahora de un horizonte sin presencia de violencia, mencionando explícitamente la de ETA, pero añadiendo que tampoco debe estar presente la del Estado. O sea, ni para ti ni para mí, ni terrorismo ni Estado de derecho, que tan culpables son los que ponen las bombas como los artificieros que con riesgo de su vida las desactivan.
Y ahí está realmente el problema, no en la condena más o menos explícita -que puede ser meramente formal- de la violencia terrorista. Soy de los que, con la debida repugnancia del caso, aceptan que puede darse al enemigo puente de plata. Pero, eso sí, dejando claro que ese puente debe llevar inequívocamente al triunfo del Estado democrático -monopolio de la violencia legítima incluido- que hemos defendido con tanto sufrimiento y esfuerzo contra quienes lo desafiaron, no a un limbo institucional configurable a gusto de los ahora interesadamente arrepentidos.
Lo que principalmente cuenta, sin embargo, es no dejar que se desdibuje el perfil simbólico de cuanto pretendemos afirmar. Vamos, bien está que los etarras se pasen a Facebook o aspiren a competir con las genialidades populares de John Cobra, pero será bueno que no todos descendamos al mismo nivel. De la tristísima ocasión del asesinato de Fernando Buesa, del que ahora se cumple una década, guardo dos recuerdos señalados. El primero, naturalmente, es aquella inicial manifestación donostiarra de Basta Ya, bajo un incesante aguacero, que fue el último acto político al que asistió nuestro vicelehendakari, cuarenta y ocho horas antes del crimen. ¡Por fin una demostración de repudio explícito a ETA y no una condena puntual o abstracta de la violencia! Aunque hoy en día parezca imposible, entonces era una auténtica novedad que no todos los socialistas apoyaron desde el principio con tanta determinación como Buesa.
La segunda se refiere al velatorio en el Parlamento de Vitoria, antes de los indignos desplantes de Arzalluz y de la manifestación en que los nacionalistas mostraron su peor rostro, quiero suponer que no el único y verdadero. El féretro estaba cubierto con la ikurriña y las enseñas de Álava y del Partido Socialista. Nada más. Y nadie pareció advertir nada extraño hasta que un viejo sindicalista, al desfilar frente al túmulo, comentó respetuosamente aunque en voz alta: "No sobra ninguna, pero falta una". En efecto, faltaba la bandera constitucional española, aquella precisamente -por encima de cualquier otra- que representaba Fernando Buesa ante quienes lo mataron. Ese "olvido", por llamarlo con un eufemismo, era un síntoma de un complejo indecente que finalmente legitimaba a los asesinos con el pretexto de evitar "provocaciones". Conviene no seguir olvidándolo tampoco hoy, cuando tantas cosas felizmente han cambiado, pero la Diputación guipuzcoana aún pretende rebelarse contra la obligación de cumplir con los compromisos constitucionales que le dan la única legitimidad de que dispone.
Porque, en efecto, los símbolos del Estado democrático, es decir, la bandera, el himno, los reyes, etcétera, no son una sustancia sentimental para la mayoría de nosotros. Vivimos por y para otras cosas, no obsesionados por proclamar congestiones patrioteras... como por cierto hacen un día sí y otro también los nacionalistas de cualquier cuño. Pero cuando hay algunos enemigos de nuestra convivencia democrática que se toman muy en serio esos símbolos para denostarlos y ultrajarlos, es preciso que los demás nos los tomemos también serenamente en serio para defenderlos. Resulta ridículo y entristecedor que haya cien merluzos en los medios de comunicación progresistas para condenar el gesto enrabietado de Aznar, la dichosa "peineta", pero en cambio para la pitada al himno y a los Reyes en un evento deportivo todos sean disculpas o trivializaciones. Son minoría, no tiene importancia... ejem, ejem. Ya sabemos que el separatismo irredento es minoritario, pero por desgracia lo convierten en importante quienes no lo refutan en la educación o quienes se apoyan en él para sus cambalaches políticos. No vendrá mal hablar de estas cosas con un poco más de fundamento, antes de que todos nos pasemos definitivamente a YouTube o a lo que luego se ponga de moda.
Hace muchos años, en tiempos atroces e incorrectos, alguien dijo que "desde que se inventó la máquina de cortar jamón y el bidé, ni el jamón sabe a jamón ni... lo demás sabe como debe de saber". A la constatación de esa decadencia podemos añadir ahora que, desde que se inventaron las redes sociales de Internet, tampoco los etarras responden ya a la siniestra dignidad de su función. Los últimos detenidos estaban por lo visto más interesados en alardear, propagar su imagen con camisetas infamantes y hacerse amiguetes a través de la red que en exterminar a sus conciudadanos hasta lograr la liberación de Euskadi. Un auténtico escándalo, ya no puede uno fiarse ni de ETA.
Puestas así las cosas, nada tiene de raro que la llamada izquierda abertzale, ese pintoresco oxímoron, ande buscando algún nicho político legal que le permita en próximos comicios volver a la respetabilidad y a las subvenciones. ETA y sus malos modos son una carga explosiva de la que deben desprenderse (con cuidado, porque es inestable y puede estallar de repente dándoles un disgusto) de modo semejante a esos escaladores que, sorprendidos por una tormenta a medio camino de la cima, abandonan mochilas y otros impedimentos para regresar cuanto antes al campamento base donde espera el caldito caliente y la Cruz Roja.
Mientras van descendiendo con las debidas precauciones, nada impide reflexionar un poco sobre ciertas desdichas de nuestra época. Para empezar, la constatación de que la mayor parte de las tropas etarras está formada por chavales, que -sin saberlo- tienen más ilusiones y caprichos en común con sus coetáneos que con los torvos ideólogos que les han convertido en carne de sus cañones. Son chicos y chicas que han nacido y crecido en una democracia, gozando de todo tipo de libertades que ni conocen ni aprecian, porque nadie se ha molestado en explicárselas. Su rebelión produce horrores, pero no deja ya de ser trivial porque ha perdido hasta los últimos atisbos de justificación que pudo brindarles la pasada dictadura que no conocen ni de oídas. La desproporción flagrante entre los objetivos borrosos y absurdos que les han inculcado y los métodos criminales que les recomiendan sus capataces acaba por desembocar en una grotesca mascarada. Como falta el mínimo sustento ideológico para que sean revolucionarios, se han convertido espontáneamente en hooligans. De ahora en adelante, cada vez más fehacientemente, ya no son más que las víctimas de quienes perversamente les han educado para verdugos.
En esta fase terminal -que desde luego sigue siendo irrefutablemente peligrosa para tantos, ay- los menos arriscados o más oportunistas buscan una vía de escape que siga prometiendo rentabilidad política a medio plazo. Re
-cientes declaraciones de varios dirigentes abertzales apuntan con vacilaciones y cautelas en esa dirección. Pero todavía guardan el resabio del mal que han propagado durante tantos años. Por ejemplo, en su entrevista a Berria, el acrisolado comisario Rufino Etxeberria habla ahora de un horizonte sin presencia de violencia, mencionando explícitamente la de ETA, pero añadiendo que tampoco debe estar presente la del Estado. O sea, ni para ti ni para mí, ni terrorismo ni Estado de derecho, que tan culpables son los que ponen las bombas como los artificieros que con riesgo de su vida las desactivan.
Y ahí está realmente el problema, no en la condena más o menos explícita -que puede ser meramente formal- de la violencia terrorista. Soy de los que, con la debida repugnancia del caso, aceptan que puede darse al enemigo puente de plata. Pero, eso sí, dejando claro que ese puente debe llevar inequívocamente al triunfo del Estado democrático -monopolio de la violencia legítima incluido- que hemos defendido con tanto sufrimiento y esfuerzo contra quienes lo desafiaron, no a un limbo institucional configurable a gusto de los ahora interesadamente arrepentidos.
Lo que principalmente cuenta, sin embargo, es no dejar que se desdibuje el perfil simbólico de cuanto pretendemos afirmar. Vamos, bien está que los etarras se pasen a Facebook o aspiren a competir con las genialidades populares de John Cobra, pero será bueno que no todos descendamos al mismo nivel. De la tristísima ocasión del asesinato de Fernando Buesa, del que ahora se cumple una década, guardo dos recuerdos señalados. El primero, naturalmente, es aquella inicial manifestación donostiarra de Basta Ya, bajo un incesante aguacero, que fue el último acto político al que asistió nuestro vicelehendakari, cuarenta y ocho horas antes del crimen. ¡Por fin una demostración de repudio explícito a ETA y no una condena puntual o abstracta de la violencia! Aunque hoy en día parezca imposible, entonces era una auténtica novedad que no todos los socialistas apoyaron desde el principio con tanta determinación como Buesa.
La segunda se refiere al velatorio en el Parlamento de Vitoria, antes de los indignos desplantes de Arzalluz y de la manifestación en que los nacionalistas mostraron su peor rostro, quiero suponer que no el único y verdadero. El féretro estaba cubierto con la ikurriña y las enseñas de Álava y del Partido Socialista. Nada más. Y nadie pareció advertir nada extraño hasta que un viejo sindicalista, al desfilar frente al túmulo, comentó respetuosamente aunque en voz alta: "No sobra ninguna, pero falta una". En efecto, faltaba la bandera constitucional española, aquella precisamente -por encima de cualquier otra- que representaba Fernando Buesa ante quienes lo mataron. Ese "olvido", por llamarlo con un eufemismo, era un síntoma de un complejo indecente que finalmente legitimaba a los asesinos con el pretexto de evitar "provocaciones". Conviene no seguir olvidándolo tampoco hoy, cuando tantas cosas felizmente han cambiado, pero la Diputación guipuzcoana aún pretende rebelarse contra la obligación de cumplir con los compromisos constitucionales que le dan la única legitimidad de que dispone.
Porque, en efecto, los símbolos del Estado democrático, es decir, la bandera, el himno, los reyes, etcétera, no son una sustancia sentimental para la mayoría de nosotros. Vivimos por y para otras cosas, no obsesionados por proclamar congestiones patrioteras... como por cierto hacen un día sí y otro también los nacionalistas de cualquier cuño. Pero cuando hay algunos enemigos de nuestra convivencia democrática que se toman muy en serio esos símbolos para denostarlos y ultrajarlos, es preciso que los demás nos los tomemos también serenamente en serio para defenderlos. Resulta ridículo y entristecedor que haya cien merluzos en los medios de comunicación progresistas para condenar el gesto enrabietado de Aznar, la dichosa "peineta", pero en cambio para la pitada al himno y a los Reyes en un evento deportivo todos sean disculpas o trivializaciones. Son minoría, no tiene importancia... ejem, ejem. Ya sabemos que el separatismo irredento es minoritario, pero por desgracia lo convierten en importante quienes no lo refutan en la educación o quienes se apoyan en él para sus cambalaches políticos. No vendrá mal hablar de estas cosas con un poco más de fundamento, antes de que todos nos pasemos definitivamente a YouTube o a lo que luego se ponga de moda.
jueves, 25 de febrero de 2010
martes, 23 de febrero de 2010
viernes, 19 de febrero de 2010
Ajueste. (1)
La opinión de Ángel de la Fuente en El Periódico de Catalunya.
En el breve plazo de dos años, las finanzas públicas españolas han experimentado un deterioro espectacular. El conjunto de las administraciones cerró el año 2007 con un superávit de 2 puntos del PIB, el mejor registro de nuestra historia. En el 2009, por el contrario, se ha batido el récord histórico de déficit público con un registro del 11,4% del PIB.
No hace falta decir que un desequilibrio de esta magnitud no se puede sostener mucho tiempo. El Gobierno es consciente de la necesidad de contar con un plan creíble para reducirlo con cierta rapidez, no sólo por exigencia de la Unión Europea sino también para evitar males mayores, comenzando por un rápido aumento de la prima de riesgo de nuestra deuda pública. Con ambas cosas en mente, el ejecutivo se ha comprometido a reducir el déficit hasta el 3% el 2013. La estrategia a seguir para alcanzar este objetivo se esboza en un documento (la actualización del programa de estabilidad) remitido a Bruselas hace un par de semanas.
La primera parte del plan persigue aumentar los ingresos públicos en 3,7 puntos del PIB (desde el 34,6% hasta el 38,3% de este agregado). Para ello se cuenta con una cierta recuperación de la actividad, así como con una combinación de actuaciones que incluye subidas de impuestos (unas ya aprobadas y otras por llegar), la retirada de ciertas medidas de impulso fiscal (como la deducción de los 400 euros) y la desaparición de los efectos transitorios de otras (la aceleración de las devoluciones del IVA). En conjunto, la previsión de ingresos parece factible. Su cumplimiento solo supondría la recuperación de un 60% del desplome de los ingresos públicos que se produjo entre el 2007 y el 2009 y nos dejaría con un índice de presión fiscal sobre PIB similar al de los años anteriores al comienzo de la burbuja fiscal que explotó el 2008.
La segunda parte del plan es bastante más complicada e incierta que la primera. Se trataría de recortar el gasto público en 4,8 puntos, desde el 46,1% hasta el 41,3% del PIB, devolviendo así a este agregado al nivel de 2008. Sobre los detalles de lo que se quiere recortar y las dificultades que esto implica volveré en mi próxima columna.
En el breve plazo de dos años, las finanzas públicas españolas han experimentado un deterioro espectacular. El conjunto de las administraciones cerró el año 2007 con un superávit de 2 puntos del PIB, el mejor registro de nuestra historia. En el 2009, por el contrario, se ha batido el récord histórico de déficit público con un registro del 11,4% del PIB.
No hace falta decir que un desequilibrio de esta magnitud no se puede sostener mucho tiempo. El Gobierno es consciente de la necesidad de contar con un plan creíble para reducirlo con cierta rapidez, no sólo por exigencia de la Unión Europea sino también para evitar males mayores, comenzando por un rápido aumento de la prima de riesgo de nuestra deuda pública. Con ambas cosas en mente, el ejecutivo se ha comprometido a reducir el déficit hasta el 3% el 2013. La estrategia a seguir para alcanzar este objetivo se esboza en un documento (la actualización del programa de estabilidad) remitido a Bruselas hace un par de semanas.
La primera parte del plan persigue aumentar los ingresos públicos en 3,7 puntos del PIB (desde el 34,6% hasta el 38,3% de este agregado). Para ello se cuenta con una cierta recuperación de la actividad, así como con una combinación de actuaciones que incluye subidas de impuestos (unas ya aprobadas y otras por llegar), la retirada de ciertas medidas de impulso fiscal (como la deducción de los 400 euros) y la desaparición de los efectos transitorios de otras (la aceleración de las devoluciones del IVA). En conjunto, la previsión de ingresos parece factible. Su cumplimiento solo supondría la recuperación de un 60% del desplome de los ingresos públicos que se produjo entre el 2007 y el 2009 y nos dejaría con un índice de presión fiscal sobre PIB similar al de los años anteriores al comienzo de la burbuja fiscal que explotó el 2008.
La segunda parte del plan es bastante más complicada e incierta que la primera. Se trataría de recortar el gasto público en 4,8 puntos, desde el 46,1% hasta el 41,3% del PIB, devolviendo así a este agregado al nivel de 2008. Sobre los detalles de lo que se quiere recortar y las dificultades que esto implica volveré en mi próxima columna.
viernes, 5 de febrero de 2010
La España analfabeta
Gabriel Albiac en ABC
CUENTAN los más viejos de los normaliens parisinos (esa «aristocracia republicana», por hacer uso del tópico puesto en rodaje por Condorcet en 1789) la convenida broma con la cual cierto eminente profesor daba la bienvenida a los novatos recién llegados a la École Normale Superieure el primer día de clase: «Tomen ustedes los Ensayos de Montaigne...» Seleccionaba un pasaje. «Procedan a la traducción inversa en latín clásico». Siempre había un pardillo que hacía la pregunta: «¿Podemos sacar el diccionario?» El venerable profe fijaba su atención melancólica más allá de la ventana. Hacía el gesto vago de señalar hacia un punto invisible: «Bueno, si usted quiere acabar allí..., puede sacarlo». En la indolencia despreciativa del «allí», todos ponían nombre: la Sorbona. Si hoy alguien en una Universidad española hiciera algo parecido, se quedaría sin alumnos. Si es que no era a él a quien pusieran de patitas en la calle. Existió la Instrucción Pública. En Europa. Y hasta algo de ello llegó a existir en España. Aun en medio de la mugre del franquismo. Mi infancia fue asquerosa. La enseñanza que recibí, bastante buena. Infinitamente superior, en todo caso, a la que trae a la Facultad el mejor de mis estudiantes. No es ésta la menos triste de las paradojas españolas.
¿Cuándo y cómo se jodió todo? No es fácil responder a eso. Ni fue un instante, ni hubo una sola causa. En Europa, la enseñanza pública mutó después de 1945. La que había sido un institución de acceso retringidísimo -la Universidad- estaba llamada a ser vía de tránsito universal para los que nacieron tras la segunda guerra. No por filantropía. Sencillamente, la Europa devastada necesitaba inmensos recursos humanos para empezar desde cero. La titulación superior masiva era una clave de aquel reinicio. Una inmensa acumulación de recursos materiales -plan Marshall- y humanos hizo posible lo que, de modo frívolo, se llama a veces «milagro», y que, en realidad, fue un planificado esfuerzo, inseparable de la hosca Guerra Fría. Mediados los años sesenta, el capitalismo había normalizado su mecánica en todo el occidente europeo. Y la producción de titulados superiores empezó a ser excedentaria. De eso -entre otros síntomas cruciales del fin de una época- alzaba acta paradójica el 68. Luego, con una celeridad que ninguno de nosotros preveía, la Universidad se desplomó. Parecía aquella Casa Usher que leímos en el Edgar Allan Poe más terrorífico: no nos dio tiempo ni a salir de ella. Y se nos llevó a todos al infierno.
Hubo quienes pudieron salvar algo entonces. Francia, en especial, cuya dualización -joya de la revolución en la Instrucción Pública- puso parcialmente a salvo la selectiva vía de élite de las Grandes Escuelas. En España, lo poquísimo que aún quedaba en pie fue destruido por el PSOE de los años ochenta, entre la LRU, que aniquiló la competencia del profesorado universitario, y la LOGSE, que no dejó ni los escombros de una enseñanza media. Desde entonces, España es un país analfabeto. La ascensión de Zapatero coincide con el acceso al voto de los sujetos devastados por aquel desastre. Blanco o Pajín son sus arquetipos.
Hubo un intento serio de corregir: la ley que a la entonces ministra Aguirre le tumbó el Parlamento en la primera legislatura de Aznar. Aprendida la lección, sus sucesores prefirieron aplicar paños tibios sobre el cáncer terminal y dejarle a otros el muerto. Cuando el peor PSOE retornó, apenas si encontró correcciones a su anterior destrozo. Restableció su lógica docente: necedad para todos. Para un político como Zapatero, el elector-logse es una bendición celeste.
CUENTAN los más viejos de los normaliens parisinos (esa «aristocracia republicana», por hacer uso del tópico puesto en rodaje por Condorcet en 1789) la convenida broma con la cual cierto eminente profesor daba la bienvenida a los novatos recién llegados a la École Normale Superieure el primer día de clase: «Tomen ustedes los Ensayos de Montaigne...» Seleccionaba un pasaje. «Procedan a la traducción inversa en latín clásico». Siempre había un pardillo que hacía la pregunta: «¿Podemos sacar el diccionario?» El venerable profe fijaba su atención melancólica más allá de la ventana. Hacía el gesto vago de señalar hacia un punto invisible: «Bueno, si usted quiere acabar allí..., puede sacarlo». En la indolencia despreciativa del «allí», todos ponían nombre: la Sorbona. Si hoy alguien en una Universidad española hiciera algo parecido, se quedaría sin alumnos. Si es que no era a él a quien pusieran de patitas en la calle. Existió la Instrucción Pública. En Europa. Y hasta algo de ello llegó a existir en España. Aun en medio de la mugre del franquismo. Mi infancia fue asquerosa. La enseñanza que recibí, bastante buena. Infinitamente superior, en todo caso, a la que trae a la Facultad el mejor de mis estudiantes. No es ésta la menos triste de las paradojas españolas.
¿Cuándo y cómo se jodió todo? No es fácil responder a eso. Ni fue un instante, ni hubo una sola causa. En Europa, la enseñanza pública mutó después de 1945. La que había sido un institución de acceso retringidísimo -la Universidad- estaba llamada a ser vía de tránsito universal para los que nacieron tras la segunda guerra. No por filantropía. Sencillamente, la Europa devastada necesitaba inmensos recursos humanos para empezar desde cero. La titulación superior masiva era una clave de aquel reinicio. Una inmensa acumulación de recursos materiales -plan Marshall- y humanos hizo posible lo que, de modo frívolo, se llama a veces «milagro», y que, en realidad, fue un planificado esfuerzo, inseparable de la hosca Guerra Fría. Mediados los años sesenta, el capitalismo había normalizado su mecánica en todo el occidente europeo. Y la producción de titulados superiores empezó a ser excedentaria. De eso -entre otros síntomas cruciales del fin de una época- alzaba acta paradójica el 68. Luego, con una celeridad que ninguno de nosotros preveía, la Universidad se desplomó. Parecía aquella Casa Usher que leímos en el Edgar Allan Poe más terrorífico: no nos dio tiempo ni a salir de ella. Y se nos llevó a todos al infierno.
Hubo quienes pudieron salvar algo entonces. Francia, en especial, cuya dualización -joya de la revolución en la Instrucción Pública- puso parcialmente a salvo la selectiva vía de élite de las Grandes Escuelas. En España, lo poquísimo que aún quedaba en pie fue destruido por el PSOE de los años ochenta, entre la LRU, que aniquiló la competencia del profesorado universitario, y la LOGSE, que no dejó ni los escombros de una enseñanza media. Desde entonces, España es un país analfabeto. La ascensión de Zapatero coincide con el acceso al voto de los sujetos devastados por aquel desastre. Blanco o Pajín son sus arquetipos.
Hubo un intento serio de corregir: la ley que a la entonces ministra Aguirre le tumbó el Parlamento en la primera legislatura de Aznar. Aprendida la lección, sus sucesores prefirieron aplicar paños tibios sobre el cáncer terminal y dejarle a otros el muerto. Cuando el peor PSOE retornó, apenas si encontró correcciones a su anterior destrozo. Restableció su lógica docente: necedad para todos. Para un político como Zapatero, el elector-logse es una bendición celeste.
lunes, 1 de febrero de 2010
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