miércoles, 27 de enero de 2010
lunes, 18 de enero de 2010
Leguina, guerra, bono, ibarra...
Reclaman comprensión personal, ternura casi, Leguina, Guerra, Bono, Ibarra... Tan duros, ellos. Callaron durante años y años. Vulgarmente «tragaron». Votaron a favor del Estatuto catalán y/o lo apoyaron desde fuera del Parlamento. Permitieron una política destructora que ahora llaman «territorial» por miedo, todavía, a hablar de la unidad de España, de la nación, de la patria común. Lo expliqué en «La izquierda y la nación»: entre Zapatero y Maragall se cargaron «lo» que ya había dejado González en agonía. ¿Ante quién desean justificarse ahora?
Todavía es tiempo. Siempre es tiempo. Lo ha hecho Rosa Díez a su manera. ¿Por qué no podrían romper con el partido que tanto les debe? De estos cuatro que cito el más veterano en la izquierda fue Leguina. Aún llegó a militar en el FLP y desde ahí se pudo escurrir hacia el PSOE, con gentes estupendas por cierto, donde iba a hacer más fortuna que en la estadística y en la narrativa. «Majo tipo», habría dicho el padre de uno de los chicos del Gran Wyoming, falangista él. Pero Zapatero los ha dejado caer y ni siquiera Guerra es capaz de mantener una imagen clara ante la sociedad a pesar de tener en sus manos la Fundación Pablo Iglesias y varias publicaciones.
Importa España. Zapatero la está destruyendo. No es verdad que haya un problema de sucesión en el PSOE, como se dice estos días, aunque sí podría haberlo si estos y otros le pusieran una mano, encima, a Montilla, y a Rubalcaba... De lo contrario tendremos que convenir que el PSOE ha sido siempre nefasto para España. Si los Elías Díaz de ayer y de hoy no se han atrevido a decir nunca, en público, que Largo Caballero fue el responsable de la Guerra del 36, mañana tampoco dirán que Zapatero destruyó, entre siglos, la nación española. Territorialmente, si así lo prefiere Leguina. Pero que vengan al club. Ahora, cuando todavía hay tiempo de salvar esto. Aunque sea «territorialmente».
CÉSAR ALONSO DE LOS RÍOS en ABC
Todavía es tiempo. Siempre es tiempo. Lo ha hecho Rosa Díez a su manera. ¿Por qué no podrían romper con el partido que tanto les debe? De estos cuatro que cito el más veterano en la izquierda fue Leguina. Aún llegó a militar en el FLP y desde ahí se pudo escurrir hacia el PSOE, con gentes estupendas por cierto, donde iba a hacer más fortuna que en la estadística y en la narrativa. «Majo tipo», habría dicho el padre de uno de los chicos del Gran Wyoming, falangista él. Pero Zapatero los ha dejado caer y ni siquiera Guerra es capaz de mantener una imagen clara ante la sociedad a pesar de tener en sus manos la Fundación Pablo Iglesias y varias publicaciones.
Importa España. Zapatero la está destruyendo. No es verdad que haya un problema de sucesión en el PSOE, como se dice estos días, aunque sí podría haberlo si estos y otros le pusieran una mano, encima, a Montilla, y a Rubalcaba... De lo contrario tendremos que convenir que el PSOE ha sido siempre nefasto para España. Si los Elías Díaz de ayer y de hoy no se han atrevido a decir nunca, en público, que Largo Caballero fue el responsable de la Guerra del 36, mañana tampoco dirán que Zapatero destruyó, entre siglos, la nación española. Territorialmente, si así lo prefiere Leguina. Pero que vengan al club. Ahora, cuando todavía hay tiempo de salvar esto. Aunque sea «territorialmente».
CÉSAR ALONSO DE LOS RÍOS en ABC
viernes, 15 de enero de 2010
martes, 12 de enero de 2010
Una presidencia elocuente y liberadora
HERMANN TERTSCH en ABC
CREO que entre tanto despropósito como hemos sufrido en los últimos cinco años triunfales del vallisolateno leonés, mitad nieto franquista, mitad nieto Lozano -aquel militar fusilable a ambos lados de la trinchera-, bueno con infinito merengue retórico en sus intenciones, desastrosamente ruín, vago y calamitoso en sus resultados, nos tiene ya a muchos españoles muy agotados. Tanto que hasta sus periódicos de cabecera y masaje dicen que no quieren votarle la próxima vez ni los suyos. Comienza a surgir la elocuencia como las hiedras se abren paso por las grietas de un búnker abandonado, dedicado a la defensa a ultranza de la mediocridad prepotente e implacable. Zapatero emprendió con tanto entusiasmo el descubrimiento de una nueva realidad que sólo existía en su muy modesta cabecita para acometer la mayor destrucción habida en España en tiempos de paz, en todos los órdenes, desde la economía a las instituciones. Casi lo ha conseguido. Era cuestión de justicia que tarde o temprano -ha sido bastante tarde- acabara autodestruyéndose él con su mezcla de violenta arrogancia, desequilibrio general y desorden total en su propia melopea de ideas improvisadas. Ya sólo le quedaría la opción de ser malo con efectividad y optar seriamente por la represión de todo lo que no le convenga. Sería demasiada. Matar políticamente no le es ajeno, vive Dios, y lo hace con mucha parsimonia y eficacia. Toda su biografía política está sembrada de cadáveres. Muchos de los cuales, por cierto y gracias a Dios, gozan de excelente salud al haberse escapado al entorno tóxico y políticamente perverso del gran Timonel, polito excelso de la mentira. Pero aplastar ya a todos los que le votaron en su día y de paso a quienes jamás lo votarían es una operación que le viene grande a nuestro chico que combina la moda yeyé exclusiva de su Sonsoles, con sus trajes cortados por el sastre albanés de Enver Hoxha, siempre deseoso de que las manos incontrolables revelaran el auténtico talante de la percha. Venganza postrera.
Pero lo mejor que realmente nos ha pasado a los españoles en los últimos años del Señor es que finalmente llegara esta presidencia europea. Así todas las víctimas y los espantados por la tropa zapateril conseguirán finalmente la comprensión de todos los europeos ante la tragedia que se nos echó encima con la llegada al poder del Gran Maestre de la Mentira y su ejército de sicarios de la secta. En quince días tan sólo de presidencia, las cancillerías de toda Europa están alarmadas. Como si se les hubiera metido un freaky en la cabina de mandos. Los alemanes, con una señora Merkel tan cabal, ya han calificado de «absurdas» e «insensatas» las propuestas de Zapatero -precisamente de Zapatero- de sancionar a quienes no cumplan con lo que él considera las medidas económicas necesarias. Otros países no hacen siquiera comentarios porque no tienen la mínima intención de hacer el menor caso a las manifestaciones del fracasado y patéticamente solemne, que ya hace pasar unas terroríficas situaciones de vergüenza ajena al auténtico presidente de la UE, Herman van Rampoy. Este es un líder discreto, pero preparado y con la experiencia que le lleva a ver al señor Zapatero como un auténtico marciano salido de un programa de televisión de reality show. Y Van Rampoy, que no es un hombre de bromas, ni llega tarde a los actos institucionales, ni el hace el ridículo con la fraseología de la nada de nuestro Timonel de tierra adentro, ya ha dejado claro que él no hará el imbécil por la triste casualidad de coincidir en la entrada de su mandato con la elocuencia vacua del nieto Lozano. Hace cinco años, todo el pijerío izquierdista europeo estaba medio enamorado de Zapatero o de Zerolo. Hoy Europa está perfectamente hastiada de las ridiculeces y naderías del presidente español. Es una pena que los electores españoles no fueran tan rápidos en su perspicacia como lo están siendo los líderes europeos. Pero nos viene bien a todos. Esta presidencia puede dejar al gran líder izquierdista leonés o vallisoletano -orwhoknowswhat- en esa basura de la historia de la que jamás debió salir.
CREO que entre tanto despropósito como hemos sufrido en los últimos cinco años triunfales del vallisolateno leonés, mitad nieto franquista, mitad nieto Lozano -aquel militar fusilable a ambos lados de la trinchera-, bueno con infinito merengue retórico en sus intenciones, desastrosamente ruín, vago y calamitoso en sus resultados, nos tiene ya a muchos españoles muy agotados. Tanto que hasta sus periódicos de cabecera y masaje dicen que no quieren votarle la próxima vez ni los suyos. Comienza a surgir la elocuencia como las hiedras se abren paso por las grietas de un búnker abandonado, dedicado a la defensa a ultranza de la mediocridad prepotente e implacable. Zapatero emprendió con tanto entusiasmo el descubrimiento de una nueva realidad que sólo existía en su muy modesta cabecita para acometer la mayor destrucción habida en España en tiempos de paz, en todos los órdenes, desde la economía a las instituciones. Casi lo ha conseguido. Era cuestión de justicia que tarde o temprano -ha sido bastante tarde- acabara autodestruyéndose él con su mezcla de violenta arrogancia, desequilibrio general y desorden total en su propia melopea de ideas improvisadas. Ya sólo le quedaría la opción de ser malo con efectividad y optar seriamente por la represión de todo lo que no le convenga. Sería demasiada. Matar políticamente no le es ajeno, vive Dios, y lo hace con mucha parsimonia y eficacia. Toda su biografía política está sembrada de cadáveres. Muchos de los cuales, por cierto y gracias a Dios, gozan de excelente salud al haberse escapado al entorno tóxico y políticamente perverso del gran Timonel, polito excelso de la mentira. Pero aplastar ya a todos los que le votaron en su día y de paso a quienes jamás lo votarían es una operación que le viene grande a nuestro chico que combina la moda yeyé exclusiva de su Sonsoles, con sus trajes cortados por el sastre albanés de Enver Hoxha, siempre deseoso de que las manos incontrolables revelaran el auténtico talante de la percha. Venganza postrera.
Pero lo mejor que realmente nos ha pasado a los españoles en los últimos años del Señor es que finalmente llegara esta presidencia europea. Así todas las víctimas y los espantados por la tropa zapateril conseguirán finalmente la comprensión de todos los europeos ante la tragedia que se nos echó encima con la llegada al poder del Gran Maestre de la Mentira y su ejército de sicarios de la secta. En quince días tan sólo de presidencia, las cancillerías de toda Europa están alarmadas. Como si se les hubiera metido un freaky en la cabina de mandos. Los alemanes, con una señora Merkel tan cabal, ya han calificado de «absurdas» e «insensatas» las propuestas de Zapatero -precisamente de Zapatero- de sancionar a quienes no cumplan con lo que él considera las medidas económicas necesarias. Otros países no hacen siquiera comentarios porque no tienen la mínima intención de hacer el menor caso a las manifestaciones del fracasado y patéticamente solemne, que ya hace pasar unas terroríficas situaciones de vergüenza ajena al auténtico presidente de la UE, Herman van Rampoy. Este es un líder discreto, pero preparado y con la experiencia que le lleva a ver al señor Zapatero como un auténtico marciano salido de un programa de televisión de reality show. Y Van Rampoy, que no es un hombre de bromas, ni llega tarde a los actos institucionales, ni el hace el ridículo con la fraseología de la nada de nuestro Timonel de tierra adentro, ya ha dejado claro que él no hará el imbécil por la triste casualidad de coincidir en la entrada de su mandato con la elocuencia vacua del nieto Lozano. Hace cinco años, todo el pijerío izquierdista europeo estaba medio enamorado de Zapatero o de Zerolo. Hoy Europa está perfectamente hastiada de las ridiculeces y naderías del presidente español. Es una pena que los electores españoles no fueran tan rápidos en su perspicacia como lo están siendo los líderes europeos. Pero nos viene bien a todos. Esta presidencia puede dejar al gran líder izquierdista leonés o vallisoletano -orwhoknowswhat- en esa basura de la historia de la que jamás debió salir.
domingo, 10 de enero de 2010
El síndrome del Coronel Tapioca
Arturo Pérez-Reverte en XL Semanal.
Hace treinta y dos años desaparecí en la frontera entre Sudán y Etiopía. En realidad fueron mi redactor jefe, Paco Cercadillo, y mis compañeros del diario Pueblo los que me dieron como tal; pues yo sabía perfectamente dónde estaba: con la guerrilla eritrea. Alguien contó que había habido un combate sangriento en Tessenei y que me habían picado el billete. Así que encargaron a Vicente Talón, entonces corresponsal en El Cairo, que fuese a buscar mi fiambre y a escribir la necrológica. No hizo falta, porque aparecí en Jartum, hecho cisco pero con seis rollos fotográficos en la mochila; y el redactor jefe, tras darme la bronca, publicó una de esas fotos en primera: dos guerrilleros posando como cazadores, un pie sobre la cabeza del etíope al que acababan de cargarse.
Lo interesante de aquello no es el episodio, sino cómo transcurrió mi búsqueda. La naturalidad profesional con que mis compañeros encararon el asunto. Conservo los télex cruzados entre Madrid y El Cairo, y en todos se asume mi desaparición como algo normal: un percance propio del oficio de reportero y del lugar peligroso donde me tocaba currar. En las tres semanas que fui presunto cadáver, nadie se echó las manos a la cabeza, ni fue a dar la brasa al ministerio de Asuntos Exteriores, ni salió en la tele reclamando la intervención del Gobierno, ni pidió que fuera la Legión a rescatar mis cachos. Ni compañeros, ni parientes. Ni siquiera se publicó la noticia. Mi situación, la que fuese, era propia del oficio y de la vida. Asunto de mi periódico y mío. Nadie me había obligado a ir allí.
Mucho ha cambiado el paisaje. Ahora, cuando a un reportero, turista o voluntario de algo se le hunde la canoa, lo secuestran, le arreglan los papeles o se lo zampan los cocodrilos, enseguida salen la familia, los amigos y los colegas en el telediario, asegurando que Fulano o Mengana no iban a eso y pidiendo que intervengan las autoridades de aquí y de allá –de sirios y troyanos, oí decir el otro día–. Eso tiene su puntito, la verdad. Nadie viaja a sitios raros para que lo hagan filetes o lo pongan cara a la Meca, pero allí es más fácil que salga tu número. Ahora y siempre. Si vas, sabes a dónde vas. Salvo que seas idiota. Pero en los últimos tiempos se olvida esa regla básica. Hemos adquirido un hábito peligroso: creer que el mundo es lo que dicen los folletos de viajes; que uno puede moverse seguro por él, que tiene derecho a ello, y que Gobiernos e instituciones deben garantizárselo, o resolver la peripecia cuando el coronel Tapioca se rompe los cuernos. Que suele ocurrir.
Esa irreal percepción del viaje, las emociones y la aventura, alcanza extremos ridículos. Si un turista se ahoga en el golfo de Tonkín porque el junco que alquiló por cinco dólares tenía carcoma, a la familia le falta tiempo para pedir responsabilidades a las autoridades de allí –imagínense cómo se agobian éstas– y exigir, de paso, que el Gobierno español mande una fragata de la Armada a rescatar el cadáver. Todo eso, claro, mientras en el mismo sitio se hunde, cada quince días, un ferry con mil quinientos chinos a bordo. Que busquen a mi Paco en la Amazonia, dicen los deudos. O que nos indemnicen los watusi. Lo mismo pasa con voluntarios, cooperantes y turistas solidarios o sin solidarizar, que a menudo circulan alegremente, pisando todos los charcos, por lugares donde la gente se frota los derechos humanos en la punta del cimbel y una vida vale menos que un paquete de Marlboro. Donde llamas presunto asesino a alguien y tapas la cara de un menor en una foto, y la gente que mata adúlteras a pedradas o frecuenta a prostitutas de doce años se rula de risa. Donde quien maneja el machete no es el indígena simpático que sale en el National Geographic, ni el pobrecillo de la patera, ni te reciben con bonitas danzas tribales. Donde lo que hay es hambre, fusiles AK-47 oxidados pero que disparan, y televisión por satélite que cría una enorme mala leche al mostrar el escaparate inalcanzable del estúpido Occidente. Atizando el rencor, justificadísimo, de quienes antes eran más ingenuos y ahora tienen la certeza desesperada de saberse lejos de todo esto.
Y claro. Cuando el pavo de la cámara de vídeo y la sonrisa bobalicona se deja caer por allí, a veces lo destripan, lo secuestran o le rompen el ojete. Lo normal de toda la vida, pero ahora con teléfono móvil e Internet. Y aquí la gente, indignada, dice qué falta de consideración y qué salvajes. Encima que mi Vanessa iba a ayudar, a conocer su cultura y a dejar divisas. Y sin comprender nada, invocando allí nuestro código occidental de absurdos derechos a la propiedad privada, la libertad y la vida, exigimos responsabilidades a Bin Laden y gestiones diplomáticas a Moratinos. Olvidando que el mundo es un lugar peligroso, lleno de hijos de puta casuales o deliberados. Donde, además, las guerras matan, los aviones se caen, los barcos se hunden, los volcanes revientan, los leones comen carne, y cada Titanic, por barato e insumergible que lo venda la agencia de viajes, tiene su iceberg particular esperando en la proa.
Hace treinta y dos años desaparecí en la frontera entre Sudán y Etiopía. En realidad fueron mi redactor jefe, Paco Cercadillo, y mis compañeros del diario Pueblo los que me dieron como tal; pues yo sabía perfectamente dónde estaba: con la guerrilla eritrea. Alguien contó que había habido un combate sangriento en Tessenei y que me habían picado el billete. Así que encargaron a Vicente Talón, entonces corresponsal en El Cairo, que fuese a buscar mi fiambre y a escribir la necrológica. No hizo falta, porque aparecí en Jartum, hecho cisco pero con seis rollos fotográficos en la mochila; y el redactor jefe, tras darme la bronca, publicó una de esas fotos en primera: dos guerrilleros posando como cazadores, un pie sobre la cabeza del etíope al que acababan de cargarse.
Lo interesante de aquello no es el episodio, sino cómo transcurrió mi búsqueda. La naturalidad profesional con que mis compañeros encararon el asunto. Conservo los télex cruzados entre Madrid y El Cairo, y en todos se asume mi desaparición como algo normal: un percance propio del oficio de reportero y del lugar peligroso donde me tocaba currar. En las tres semanas que fui presunto cadáver, nadie se echó las manos a la cabeza, ni fue a dar la brasa al ministerio de Asuntos Exteriores, ni salió en la tele reclamando la intervención del Gobierno, ni pidió que fuera la Legión a rescatar mis cachos. Ni compañeros, ni parientes. Ni siquiera se publicó la noticia. Mi situación, la que fuese, era propia del oficio y de la vida. Asunto de mi periódico y mío. Nadie me había obligado a ir allí.
Mucho ha cambiado el paisaje. Ahora, cuando a un reportero, turista o voluntario de algo se le hunde la canoa, lo secuestran, le arreglan los papeles o se lo zampan los cocodrilos, enseguida salen la familia, los amigos y los colegas en el telediario, asegurando que Fulano o Mengana no iban a eso y pidiendo que intervengan las autoridades de aquí y de allá –de sirios y troyanos, oí decir el otro día–. Eso tiene su puntito, la verdad. Nadie viaja a sitios raros para que lo hagan filetes o lo pongan cara a la Meca, pero allí es más fácil que salga tu número. Ahora y siempre. Si vas, sabes a dónde vas. Salvo que seas idiota. Pero en los últimos tiempos se olvida esa regla básica. Hemos adquirido un hábito peligroso: creer que el mundo es lo que dicen los folletos de viajes; que uno puede moverse seguro por él, que tiene derecho a ello, y que Gobiernos e instituciones deben garantizárselo, o resolver la peripecia cuando el coronel Tapioca se rompe los cuernos. Que suele ocurrir.
Esa irreal percepción del viaje, las emociones y la aventura, alcanza extremos ridículos. Si un turista se ahoga en el golfo de Tonkín porque el junco que alquiló por cinco dólares tenía carcoma, a la familia le falta tiempo para pedir responsabilidades a las autoridades de allí –imagínense cómo se agobian éstas– y exigir, de paso, que el Gobierno español mande una fragata de la Armada a rescatar el cadáver. Todo eso, claro, mientras en el mismo sitio se hunde, cada quince días, un ferry con mil quinientos chinos a bordo. Que busquen a mi Paco en la Amazonia, dicen los deudos. O que nos indemnicen los watusi. Lo mismo pasa con voluntarios, cooperantes y turistas solidarios o sin solidarizar, que a menudo circulan alegremente, pisando todos los charcos, por lugares donde la gente se frota los derechos humanos en la punta del cimbel y una vida vale menos que un paquete de Marlboro. Donde llamas presunto asesino a alguien y tapas la cara de un menor en una foto, y la gente que mata adúlteras a pedradas o frecuenta a prostitutas de doce años se rula de risa. Donde quien maneja el machete no es el indígena simpático que sale en el National Geographic, ni el pobrecillo de la patera, ni te reciben con bonitas danzas tribales. Donde lo que hay es hambre, fusiles AK-47 oxidados pero que disparan, y televisión por satélite que cría una enorme mala leche al mostrar el escaparate inalcanzable del estúpido Occidente. Atizando el rencor, justificadísimo, de quienes antes eran más ingenuos y ahora tienen la certeza desesperada de saberse lejos de todo esto.
Y claro. Cuando el pavo de la cámara de vídeo y la sonrisa bobalicona se deja caer por allí, a veces lo destripan, lo secuestran o le rompen el ojete. Lo normal de toda la vida, pero ahora con teléfono móvil e Internet. Y aquí la gente, indignada, dice qué falta de consideración y qué salvajes. Encima que mi Vanessa iba a ayudar, a conocer su cultura y a dejar divisas. Y sin comprender nada, invocando allí nuestro código occidental de absurdos derechos a la propiedad privada, la libertad y la vida, exigimos responsabilidades a Bin Laden y gestiones diplomáticas a Moratinos. Olvidando que el mundo es un lugar peligroso, lleno de hijos de puta casuales o deliberados. Donde, además, las guerras matan, los aviones se caen, los barcos se hunden, los volcanes revientan, los leones comen carne, y cada Titanic, por barato e insumergible que lo venda la agencia de viajes, tiene su iceberg particular esperando en la proa.
sábado, 9 de enero de 2010
Calendarios riojanos
Juan Manuel de Prada en ABC
VATICINABA Gómez Dávila que la civilización occidental acabaría convirtiéndose en un acervo de artículos de lujo, elaborados por parásitos, para consumo de ociosos. En España ocurre, sin embargo, que los parásitos se quedan con los artículos de lujo para su disfrute, después de sangrarnos a impuestos; y a los ociosos -los parados-, que son legión, a falta de artículos de lujo, los entretienen con fiestas. Los días laborables encabronan mucho al parado, porque le recuerdan su desgracia; así que los parásitos se esfuerzan en convertir esa desgracia en ocio, atiborrando de fiestas el calendario. Los días festivos, además, tienen la ventaja de ser más igualitarios que los días laborables, porque en ellos el parado puede permitirse el lujo de creerse ocioso, como el que descansa del trabajo; y ya se sabe que lo importante en una democracia de progreso es la igualdad, como ayer nos explicaba Hermann Tertsch, a quien tal vez le patearan las costillas para que se mantuviera igualitariamente ocioso durante una temporada.
Observaba Castellani que, al tiempo que la Iglesia redujo sus fiestas de precepto, el mundo liberal empezó a multiplicar las suyas; y auguraba que no estaba lejano el día en que los 365 del año estuviesen todos ocupados por un enjambre de fiestas tan irrisorias como rimbombantes. Los gobiernos de progreso, que no adoran a Dios ni creen en la vida eterna, gustan en cambio de adorarse a sí mismos y creen en la posteridad, que es algo así como una nada eterna con boletines oficiales y manuales de Educación para la Ciudadanía. Si los Papas tienen potestad para canonizar santos, los gobiernos de progreso apellidan las calles con los nombres de sus adictos; y si los Papas tienen potestad para crear fiestas de precepto, los gobiernos del progreso se sacan del magín una caterva de fiestas civiles, a cada cual más relamida y superferolítica: pues toda idolatría (y ninguna tan frenética y pelmaza como la idolatría del Progreso) es una falsificación paródica de la religión. En su obsesión enfermiza por falsificar la religión católica, los gobiernos de progreso caen en los excesos más abracadabrantes; y a veces, incluso, meten al enemigo en casa, como le ocurrió a aquel fraile del chiste, que decía: «Todo es bueno para el convento», y llevaba una puta al hombro. Y, como ha hecho el alcalde de progreso de Logroño, colocan en el calendario la Independencia de Pakistán para desalojar la Asunción de la Virgen, a la vez que conmemoran el nacimiento de Mahoma y silencian el de Cristo. Tal vez algún día se acuerden de Santa Bárbara, cuando truene; pero para entonces ellos ya estarán disfrutando de la posteridad y nosotros de la vida eterna, si Dios quiere.
En su celo anticatólico, este calendario riojano se ha olvidado de señalar con almagre la fiesta de la vendimia; y es natural que así sea, porque el católico bebe para recordar su esperanza, como el progresista lo hace para olvidar su desesperación. Tal vez estas fiestas falsificadas sirvan para mantener entretenidos a los ociosos, o para que los parados se crean tan ociosos como el que más; pero las fiestas verdaderas no se crean por decreto. «En la fiesta -escribe de nuevo Castellani- se reunía la comunidad a comer, a recibir el Sacramento y a comulgar entre sí, es decir, a poner en común sus ideas, sentimientos e intereses bajo el fundente de una misma fe. Se encontraban entre ellos para encontrarse a sí mismos a la luz de una creencia común y trascendente. Ése es el tipo de fiesta verdadera, que se basa en una necesidad y se cumple en la recepción de un don espiritual, el cual por el hecho de recibirse aúna y unifica todas las individualidades». Los alcaldes de progreso podrán confiscar el calendario, como tienen confiscado el callejero; pero las fiestas siempre se les escaparán por la gatera del alma, que no cree en la posteridad ni adora el Progreso. Y nunca está ociosa.
VATICINABA Gómez Dávila que la civilización occidental acabaría convirtiéndose en un acervo de artículos de lujo, elaborados por parásitos, para consumo de ociosos. En España ocurre, sin embargo, que los parásitos se quedan con los artículos de lujo para su disfrute, después de sangrarnos a impuestos; y a los ociosos -los parados-, que son legión, a falta de artículos de lujo, los entretienen con fiestas. Los días laborables encabronan mucho al parado, porque le recuerdan su desgracia; así que los parásitos se esfuerzan en convertir esa desgracia en ocio, atiborrando de fiestas el calendario. Los días festivos, además, tienen la ventaja de ser más igualitarios que los días laborables, porque en ellos el parado puede permitirse el lujo de creerse ocioso, como el que descansa del trabajo; y ya se sabe que lo importante en una democracia de progreso es la igualdad, como ayer nos explicaba Hermann Tertsch, a quien tal vez le patearan las costillas para que se mantuviera igualitariamente ocioso durante una temporada.
Observaba Castellani que, al tiempo que la Iglesia redujo sus fiestas de precepto, el mundo liberal empezó a multiplicar las suyas; y auguraba que no estaba lejano el día en que los 365 del año estuviesen todos ocupados por un enjambre de fiestas tan irrisorias como rimbombantes. Los gobiernos de progreso, que no adoran a Dios ni creen en la vida eterna, gustan en cambio de adorarse a sí mismos y creen en la posteridad, que es algo así como una nada eterna con boletines oficiales y manuales de Educación para la Ciudadanía. Si los Papas tienen potestad para canonizar santos, los gobiernos de progreso apellidan las calles con los nombres de sus adictos; y si los Papas tienen potestad para crear fiestas de precepto, los gobiernos del progreso se sacan del magín una caterva de fiestas civiles, a cada cual más relamida y superferolítica: pues toda idolatría (y ninguna tan frenética y pelmaza como la idolatría del Progreso) es una falsificación paródica de la religión. En su obsesión enfermiza por falsificar la religión católica, los gobiernos de progreso caen en los excesos más abracadabrantes; y a veces, incluso, meten al enemigo en casa, como le ocurrió a aquel fraile del chiste, que decía: «Todo es bueno para el convento», y llevaba una puta al hombro. Y, como ha hecho el alcalde de progreso de Logroño, colocan en el calendario la Independencia de Pakistán para desalojar la Asunción de la Virgen, a la vez que conmemoran el nacimiento de Mahoma y silencian el de Cristo. Tal vez algún día se acuerden de Santa Bárbara, cuando truene; pero para entonces ellos ya estarán disfrutando de la posteridad y nosotros de la vida eterna, si Dios quiere.
En su celo anticatólico, este calendario riojano se ha olvidado de señalar con almagre la fiesta de la vendimia; y es natural que así sea, porque el católico bebe para recordar su esperanza, como el progresista lo hace para olvidar su desesperación. Tal vez estas fiestas falsificadas sirvan para mantener entretenidos a los ociosos, o para que los parados se crean tan ociosos como el que más; pero las fiestas verdaderas no se crean por decreto. «En la fiesta -escribe de nuevo Castellani- se reunía la comunidad a comer, a recibir el Sacramento y a comulgar entre sí, es decir, a poner en común sus ideas, sentimientos e intereses bajo el fundente de una misma fe. Se encontraban entre ellos para encontrarse a sí mismos a la luz de una creencia común y trascendente. Ése es el tipo de fiesta verdadera, que se basa en una necesidad y se cumple en la recepción de un don espiritual, el cual por el hecho de recibirse aúna y unifica todas las individualidades». Los alcaldes de progreso podrán confiscar el calendario, como tienen confiscado el callejero; pero las fiestas siempre se les escaparán por la gatera del alma, que no cree en la posteridad ni adora el Progreso. Y nunca está ociosa.
viernes, 8 de enero de 2010
La amenaza de la igualdad
HERMANN TERTSCH en ABC
Esta reflexión podría llamarse también «el éxito y la justicia de la desigualdad», si me dejan proponerles otro título que a tantos parecerá aún más provocador. Se lo parece a casi todo el mundo, ya que, salvo una minoría de irredentos, todo el espectro político ha asumido casi por igual la sacralidad incuestionable de la igualdad entre los individuos y las culturas. A quienes discuten esta religión del igualitarismo -con todos sus muchos dogmas- lo convierten directamente en paria o enemigo del bien, nada menos. Y cualquier medio es bueno para combatirlo. El fin del igualitarismo es tan sagrado que todos los medios contra los herejes gozan automáticamente de justificación y eximente plena. Esto no es nuevo. La pérdida de la libertad a través de la dictadura de la igualdad preocupaba ya a Tocqueville. Pero ya sabemos que éste era un puñetero aristócrata francés que merece estar más olvidado aún que Montesquieu, aquel maniático defensor de la separación de poderes.¡Cuántas veces se ha hecho ya a lo largo de la historia! Acabar con la libertad en nombre de la igualdad. Volvemos a las andadas. Es una lacra intelectual con hondas raíces en la cultura occidental. Pero mientras las sociedades más sólidas cuentan con resistencias claras a esta imposición forzosa del mínimo denominador común, otras más débiles -claramente la nuestra- se revelan inermes ante la ofensiva de este igualitarismo que quiere convertir nuestra sociedad en una inmensa granja de experimentación avícola. En la que recortar las alas a todas las aves de la fauna para que tengan el vuelo de las gallinas.
Y después convencerlas de que todas son aves de corral. Pocos lo explican mejor que el filósofo alemán Norbert Bolz en su gran libro titulado «El discurso de la desigualdad» (edit. Wilhelm Fink, Munich) que ha pasado desapercibido a las editoriales españolas. Quizás alguna se haya despistado a propósito porque parece un tratado sobre el origen de la miseria moral, intelectual y política de la España de Zapatero. Tampoco se ha traducido el éxito de ventas del escritor judío-polaco-alemán-austriaco, Henryk M. Broder, con su explícito título «Hurra, nos rendimos». Ni su último libro «Crítica de la tolerancia pura» (edit. Panteon, Berlín). En este principio de siglo nos caracterizan paradójicamente la igualdad impuesta y la tolerancia total. Esa tolerancia que, como dice Broder, no hace sino aumentar la osadía y la falta de escrúpulos de los enemigos de nuestra sociedad. Esa tolerancia que parte de la equiparación de todos los sistemas de vida, buenos, peores y fatales. Y que siempre es una cesión unidireccional, hacia los peores, hacia delincuentes, fanáticos y terroristas. «Esa tolerancia, dice Broder, que pacta con los agresores contra las víctimas». ¿Les recuerda a los españoles algo todo esto? ¿Quizás al pacto del Gobierno del PSOE con ETA? ¿Al caso Faisán? ¿A la simpatía hacía el terrorismo islamista que siempre asoma la patita tras los comentarios y análisis del izquierdismo español? ¿A su antisemitismo patológico?
Todo parte del secuestro del principio de que todos los seres humanos nacemos iguales en derechos ante la ley -fundamento de la democracia y la sociedad libre que nadie discute-. Nacemos iguales ante la ley y lo somos. Pero eso es todo. Lo cierto es que todos nacemos distintos. Y que las diferencias entre los individuos no dejan de aumentar con el tiempo, según las circunstancias, el talento y la biografía. En este sentido, Bolz y Broder nos advierten ambos sobre la profunda injusticia y las terribles consecuencias que tiene esa imposición del pensamiento débil que considera que debemos ser forzados a la igualdad por el bien de una sociedad supuestamente homogénea y sentimentalmente satisfecha con los dogmas de la religión del igualitarismo. Y que todas las culturas -civilizaciones las llama Zapatero- son iguales y merecen igual trato. Del mismo modo que no pueden ser tratados de igual forma un niño que obedece a sus padres y otro que los pega, ni un delincuente habitual y un ciudadano honrado, ni un trabajador esmerado y cumplidor y otro haragán y traicionero. Ni un héroe y un traidor. Ni puede equipararse a la cultura democrática occidental, que surge de la idea cristiana de que toda vida humana es un valor supremo, con las culturas medievales en las que el individuo no vale nada. Y no busca la felicidad del mismo sino imponer por la fuerza y la muerte sus designios fanáticos. ¡Ay, la tolerancia esa! ¡Ay de esa idea de la igualdad! Es la misma hipocresía que subyace a la promesa zapateril de que «de la crisis saldremos todos juntos». Como si todos fuéramos o estuviéramos igual en la crisis.
Como la igualdad es imposible sólo se puede simular con la mentira. Después se sorprenden muchos bienpensantes que surjan movimientos y líderes que aprovechen la rabia popular ante la sangrante injusticia que es la imposición de la tolerancia ante lo intolerable. Y se sorprenderán cuando ese acatamiento del dogma haga volcarse al péndulo hacia posiciones radicales de otro tipo. Esa política del pensamiento débil y dócil conlleva tanto peligro en su aplicación como en la reacción que puede provocar. Ironía es que esta política de la tolerancia sólo se puede imponer mutilando la libertad. Amedrentando a quienes se rebelan contra el bombardeo ideológico y sentimental del poder y la mayoría de los medios de comunicación. Es el páramo de la docilidad. Por convicción, dependencia o miedo a la hegemonía cultural y política del «Gutmensch», del buenismo. Y por miedo a ser castigado por destacar. No recuerdo si fue Schiller, Goethe o Lenz -alguno del «Sturm und Drang»- quien exclamó que no hay mayor envidioso que el que se cree igual a todos. Y la envidia genera odio hacia quienes no quieren ser iguales. La igualdad se convierte así en la peor amenaza para la libertad. De los individuos y de las sociedades.
La sociedad que obliga a sus miembros desde la infancia a adaptarse al nivel del peor es una sociedad abocada al fracaso. Porque estrangula la formación de elites y así la movilización de la sociedad en el progreso real. Que está en la creación de riqueza y mayores posibilidades para cada vez mayor número de individuos. No en la repartición de las existencias confiscadas por el Estado para comprar voluntades y obediencia. No hay mecanismo eficaz de progreso sino el reconocimiento de la justicia de la desigualdad y la voluntad de los individuos y colectivos de superarse y superar a los competidores. «El proceso de civilización depende de que cada uno pueda utilizar libremente las circunstancias que la vida le otorga» dice Bolz. El ser humano tiene el derecho inalienable a buscar la felicidad, dice la Constitución americana. Nadie tiene derecho a impedírselo igualándolo por la fuerza a quién fracasa en ello. Es la cultura de la excelencia y la competencia. De la emulación y ejemplaridad. La que hizo de las sociedades occidentales las más ricas, pacíficas, abiertas y compasivas de la historia.
Ahora volvemos a estar en manos de experimentadores sociales. Que necesitan que olvidemos principios y valores, nuestra identidad. Bolz y Broder hacen la llamada de atención más lúcida habida en años sobre las consecuencias de un pensamiento único que reprime el debate en todos los problemas reales. Con éste, la selección negativa -tan evidente en la clase política española- está asegurada. Los nuevos dogmas serán triste consuelo para una sociedad postrada moralmente. Es el fruto de esa corrección política que dicta que la verdad es relativa, la libertad un valor secundario y la palabra un instrumento al servicio de la política. Que combate implacablemente a sus enemigos. Por todos los medios a su alcance, las leyes, los aparatos del Estado, la intimidación y, por supuesto la mentira. Y llegado el caso, no lo dudo, por cualquier otro.
Esta reflexión podría llamarse también «el éxito y la justicia de la desigualdad», si me dejan proponerles otro título que a tantos parecerá aún más provocador. Se lo parece a casi todo el mundo, ya que, salvo una minoría de irredentos, todo el espectro político ha asumido casi por igual la sacralidad incuestionable de la igualdad entre los individuos y las culturas. A quienes discuten esta religión del igualitarismo -con todos sus muchos dogmas- lo convierten directamente en paria o enemigo del bien, nada menos. Y cualquier medio es bueno para combatirlo. El fin del igualitarismo es tan sagrado que todos los medios contra los herejes gozan automáticamente de justificación y eximente plena. Esto no es nuevo. La pérdida de la libertad a través de la dictadura de la igualdad preocupaba ya a Tocqueville. Pero ya sabemos que éste era un puñetero aristócrata francés que merece estar más olvidado aún que Montesquieu, aquel maniático defensor de la separación de poderes.¡Cuántas veces se ha hecho ya a lo largo de la historia! Acabar con la libertad en nombre de la igualdad. Volvemos a las andadas. Es una lacra intelectual con hondas raíces en la cultura occidental. Pero mientras las sociedades más sólidas cuentan con resistencias claras a esta imposición forzosa del mínimo denominador común, otras más débiles -claramente la nuestra- se revelan inermes ante la ofensiva de este igualitarismo que quiere convertir nuestra sociedad en una inmensa granja de experimentación avícola. En la que recortar las alas a todas las aves de la fauna para que tengan el vuelo de las gallinas.
Y después convencerlas de que todas son aves de corral. Pocos lo explican mejor que el filósofo alemán Norbert Bolz en su gran libro titulado «El discurso de la desigualdad» (edit. Wilhelm Fink, Munich) que ha pasado desapercibido a las editoriales españolas. Quizás alguna se haya despistado a propósito porque parece un tratado sobre el origen de la miseria moral, intelectual y política de la España de Zapatero. Tampoco se ha traducido el éxito de ventas del escritor judío-polaco-alemán-austriaco, Henryk M. Broder, con su explícito título «Hurra, nos rendimos». Ni su último libro «Crítica de la tolerancia pura» (edit. Panteon, Berlín). En este principio de siglo nos caracterizan paradójicamente la igualdad impuesta y la tolerancia total. Esa tolerancia que, como dice Broder, no hace sino aumentar la osadía y la falta de escrúpulos de los enemigos de nuestra sociedad. Esa tolerancia que parte de la equiparación de todos los sistemas de vida, buenos, peores y fatales. Y que siempre es una cesión unidireccional, hacia los peores, hacia delincuentes, fanáticos y terroristas. «Esa tolerancia, dice Broder, que pacta con los agresores contra las víctimas». ¿Les recuerda a los españoles algo todo esto? ¿Quizás al pacto del Gobierno del PSOE con ETA? ¿Al caso Faisán? ¿A la simpatía hacía el terrorismo islamista que siempre asoma la patita tras los comentarios y análisis del izquierdismo español? ¿A su antisemitismo patológico?
Todo parte del secuestro del principio de que todos los seres humanos nacemos iguales en derechos ante la ley -fundamento de la democracia y la sociedad libre que nadie discute-. Nacemos iguales ante la ley y lo somos. Pero eso es todo. Lo cierto es que todos nacemos distintos. Y que las diferencias entre los individuos no dejan de aumentar con el tiempo, según las circunstancias, el talento y la biografía. En este sentido, Bolz y Broder nos advierten ambos sobre la profunda injusticia y las terribles consecuencias que tiene esa imposición del pensamiento débil que considera que debemos ser forzados a la igualdad por el bien de una sociedad supuestamente homogénea y sentimentalmente satisfecha con los dogmas de la religión del igualitarismo. Y que todas las culturas -civilizaciones las llama Zapatero- son iguales y merecen igual trato. Del mismo modo que no pueden ser tratados de igual forma un niño que obedece a sus padres y otro que los pega, ni un delincuente habitual y un ciudadano honrado, ni un trabajador esmerado y cumplidor y otro haragán y traicionero. Ni un héroe y un traidor. Ni puede equipararse a la cultura democrática occidental, que surge de la idea cristiana de que toda vida humana es un valor supremo, con las culturas medievales en las que el individuo no vale nada. Y no busca la felicidad del mismo sino imponer por la fuerza y la muerte sus designios fanáticos. ¡Ay, la tolerancia esa! ¡Ay de esa idea de la igualdad! Es la misma hipocresía que subyace a la promesa zapateril de que «de la crisis saldremos todos juntos». Como si todos fuéramos o estuviéramos igual en la crisis.
Como la igualdad es imposible sólo se puede simular con la mentira. Después se sorprenden muchos bienpensantes que surjan movimientos y líderes que aprovechen la rabia popular ante la sangrante injusticia que es la imposición de la tolerancia ante lo intolerable. Y se sorprenderán cuando ese acatamiento del dogma haga volcarse al péndulo hacia posiciones radicales de otro tipo. Esa política del pensamiento débil y dócil conlleva tanto peligro en su aplicación como en la reacción que puede provocar. Ironía es que esta política de la tolerancia sólo se puede imponer mutilando la libertad. Amedrentando a quienes se rebelan contra el bombardeo ideológico y sentimental del poder y la mayoría de los medios de comunicación. Es el páramo de la docilidad. Por convicción, dependencia o miedo a la hegemonía cultural y política del «Gutmensch», del buenismo. Y por miedo a ser castigado por destacar. No recuerdo si fue Schiller, Goethe o Lenz -alguno del «Sturm und Drang»- quien exclamó que no hay mayor envidioso que el que se cree igual a todos. Y la envidia genera odio hacia quienes no quieren ser iguales. La igualdad se convierte así en la peor amenaza para la libertad. De los individuos y de las sociedades.
La sociedad que obliga a sus miembros desde la infancia a adaptarse al nivel del peor es una sociedad abocada al fracaso. Porque estrangula la formación de elites y así la movilización de la sociedad en el progreso real. Que está en la creación de riqueza y mayores posibilidades para cada vez mayor número de individuos. No en la repartición de las existencias confiscadas por el Estado para comprar voluntades y obediencia. No hay mecanismo eficaz de progreso sino el reconocimiento de la justicia de la desigualdad y la voluntad de los individuos y colectivos de superarse y superar a los competidores. «El proceso de civilización depende de que cada uno pueda utilizar libremente las circunstancias que la vida le otorga» dice Bolz. El ser humano tiene el derecho inalienable a buscar la felicidad, dice la Constitución americana. Nadie tiene derecho a impedírselo igualándolo por la fuerza a quién fracasa en ello. Es la cultura de la excelencia y la competencia. De la emulación y ejemplaridad. La que hizo de las sociedades occidentales las más ricas, pacíficas, abiertas y compasivas de la historia.
Ahora volvemos a estar en manos de experimentadores sociales. Que necesitan que olvidemos principios y valores, nuestra identidad. Bolz y Broder hacen la llamada de atención más lúcida habida en años sobre las consecuencias de un pensamiento único que reprime el debate en todos los problemas reales. Con éste, la selección negativa -tan evidente en la clase política española- está asegurada. Los nuevos dogmas serán triste consuelo para una sociedad postrada moralmente. Es el fruto de esa corrección política que dicta que la verdad es relativa, la libertad un valor secundario y la palabra un instrumento al servicio de la política. Que combate implacablemente a sus enemigos. Por todos los medios a su alcance, las leyes, los aparatos del Estado, la intimidación y, por supuesto la mentira. Y llegado el caso, no lo dudo, por cualquier otro.
jueves, 7 de enero de 2010
El George W. Bush español
J. H. H. Weiler en ABC.
Existe un consenso generalizado, incluso entre los que votaron por él, de que George W. Bush ha sido el peor presidente de Estados Unidos que se recuerda y que ha infligido a Estados Unidos un daño a largo plazo que, en algunos casos, tardará generaciones en repararse. Sus «proezas» en política exterior son famosas y han tenido como consecuencia la erosión de la reputación y la influencia de Estados Unidos y la pérdida de respeto, además de llevar al país a un abismo sin precedentes. Económicamente heredó un mercado sólido y unas políticas fiscales y monetarias responsables. Todo lo que tenía que hacer Bush era seguir en la misma línea, pero manteniéndose alerta. Su negligente forma de hacer las cosas, no sus políticas, fueron lo que facilitó que se produjera la catastrófica crisis del otoño de 2008. La herida más profunda se ha producido en el terreno de lo social. Con sus políticas, pero sobre todo con su actitud y su retórica, agrandó las divisiones políticas, acentuó las diferencias sociales y prácticamente satanizó a la oposición. Lo más destacable de su persona era su impresionante desconocimiento de sí mismo, el increíble desajuste entre la percepción que tenía de sí y la que tenían los demás.
Está claro que España no es Estados Unidos. Pero hay unos parecidos asombrosos entre el daño que causó Bush y el que está causando José Luis Rodríguez Zapatero, y que de hecho, también se debe a su personalidad. Incluso muchos de los que antes defendían a Zapatero están empezando a pensar que la historia lo juzgará como el George W. Bush español. En política exterior, no recuerdo un declive tan precipitado en la influencia o el estatus de ningún Estado miembro de la UE. Cuando Zapatero asumió el cargo, España, gracias a sus logros internos y al sobrio liderazgo de sus dos predecesores, -junto con la siempre elevada profesionalidad del cuerpo diplomático español-, había llegado a considerarse parte del club de líderes. Nada que tuviera trascendencia sucedía en Europa sin el «consejo y el consentimiento» de facto de España. En la escena mundial, su relación especial con Iberoamérica y un importante papel mediador entre Europa y Estados Unidos, -aunque sin el bagaje de los británicos-, subrayaba la importancia de España. Actualmente, en parte como consecuencia de la propia imagen del Presidente español, -a pesar de las «matizaciones» del Elíseo-, y en parte por una reivindicación extrema, al estilo de Grecia, de los intereses españoles, y también, en parte, por una ausencia casi total de iniciativa y liderazgo europeos, Zapatero está en la photo-finish con Berlusconi en la cola de la liga de los líderes de grandes Estados. Y a España se la trata como a un pasajero problemático en el barco o como a un cliente al que comprar y vender. En el plano internacional, gestos como su insulto infantil a la bandera estadounidense y unas poses torpes en otros escenarios internacionales, que ni siquiera su muy capaz ministro de Exteriores puede enmendar, han hecho que España sea sencillamente irrelevante en la mayoría de las crisis mundiales, un actor principiante, aunque consiguió entrar por los pelos en el G-20.
Económicamente, todo lo que Zapatero tenía que hacer era seguir diligentemente la ruta marcada por Aznar y tener cuidado con los icebergs. En lugar de ello, se quedó dormido en el puente de mando. Su negligencia es igual de flagrante que la de Bush, enmascarada durante un tiempo por la situación mundial. Ahora que otros países empiezan a recuperarse, la espantosa situación a la que ha llevado la mala gestión económica de Zapatero está a la vista de todos. España vuelve a ser el enfermo de Europa.
Sin embargo, a la larga, lo que se juzgará como la herida más duradera será el impacto de su manera de hacer en la estructura política del país. Independientemente de la opinión que se tenga en materia de política social, uno no puede sino deplorar su retórica polarizadora, su gusto por el enfrentamiento cultural, su satanización de sus adversarios y su vulgar forma de abordar cuestiones delicadas como la historia reciente o el tema del aborto. Zapatero es un verdadero Bush español. Su complicidad oportunista con el Estatuto de Autonomía catalán, que ahora se ha convertido en modelo para un nuevo acuerdo constitucional, desastroso, en marcha en las otras regiones de España, agrava todavía más las cosas. En España, por motivos históricos, el federalismo clásico nunca se ha intentado. De los Estados de más éxito del mundo, muchos son federales; piensen en Alemania, Australia, Canadá o Estados Unidos. ¿El secreto? Una identidad nacional fuerte y unificadora con una descentralización pragmática del poder que tiene como consecuencia un sistema de Gobierno eficaz que da a los ciudadanos el control de su vida. El Estatuto catalán, por su vocabulario e interpretación política de la identidad catalana, representa un degenerado paso hacia atrás de la estructura constitucional y de cualquier modelo federal. Vuelve a los años veinte, a la caída del Imperio Otomano y al renacimiento de los Estados nacionales liberados. En ese mundo, la imaginación política no podía concebir un pueblo que no fuera «puro», «orgánico», que en cambio fuera multicultural o multiétnico. No sé si esa es para alguien la solución «progresista». En mi opinión, son sólo infames «Regímenes de Minorías», que reconocen, igual que hace el Estatuto catalán, la identidad nacional separada de estas minorías y les concede diversos grados de autonomía. Esta forma de pensar en este ámbito dio lugar más adelante a los amargos y patológicos resultados de la limpieza étnica. En sus aspectos menos enfermizos, aviva los llamamientos tribales al cese de la convivencia, y en su interpretación común resulta sencillamente desmoralizadora por su incapacidad de replantear como una expresión de la España moderna a un único pueblo español rico y unido en su diversidad, demostrando esa característica esencial de Europa: una Tolerancia Constitucional que se alegra de definir comunidad y nación en términos inclusivos traspasando las líneas anticuadas de «lo ajeno». El acuerdo constitucional que actualmente se debate en España no es un regreso al futuro, sino un salto hacia el pasado, del que la mayor parte de Europa se ha librado. No es sólo un deprimente fracaso espiritual. Bélgica optó por un camino similar y los sucesivos y desastrosos acuerdos constitucionales ahora se han afianzado en miniestructuras de poder interesadas que hacen que el país sea cuasi disfuncional. Al igual que pasó en Bélgica, una vez que se ha salido, será imposible volver a meter la pasta de dientes en el tubo.
El Estatuto catalán también incluía una divisiva «ley de derechos», consecuencia de una emboscada constitucional por parte de la extrema izquierda. Deus ex machine; las demás regiones quieren lo mismo. ¿Derechos humanos y este tribalismo? Casi una contradicción en sus propios términos.
Zapatero, más preocupado por su destino político electoral y el de su partido, les siguió alegremente el juego y respaldó este proyecto tan poco imaginativo para el futuro de España. No subestimo su perspicacia política. ¡Bush también salió elegido para un segundo mandato! Pero la complicidad en el desmembramiento constitucional de la nación española es el acto de un político de tres al cuarto, no el de un hombre de Estado, algo que el Tribunal Constitucional debería tener en mente. La historia será implacable si no lo hace. Muchos de ustedes rezongarán que quién soy yo, un judío estadounidense, para darles a los españoles un sermón sobre sus asuntos internos. Y yo les puedo responder en un tono desafiante que quiénes son ustedes para poner objeciones. España es uno de los pocos países cuya profunda influencia a la hora de dar forma al mundo en el que vivimos y en el que seguiremos viviendo durante siglos lo convierte -metafóricamente hablando, por supuesto- en patrimonio de todos los ciudadanos del mundo.
En cierto sentido, todos somos españoles; y ustedes, los ciudadanos de España, en cierto sentido, no son más que los guardianes, los fiduciarios de ese gran patrimonio mundial llamado España y la nación española. Tengan cuidado de que su George W. Bush no consiga traicionar su confianza, la confianza de todos nosotros.
lunes, 4 de enero de 2010
domingo, 3 de enero de 2010
Los exterminadores de toros
Javier Marías en El País.
Resulta desalentador comprobar cómo el franquismo, o su espíritu dictatorial, sigue habitando entre nosotros, en nuestra sociedad y en nuestros demagógicos políticos. A todo el mundo se le llena la boca hablando de la libertad de expresión, pero casi nadie tolera que se le lleve la contraria, ni, aún más grave, que exista lo que, según cada cual, no debería existir. La próxima ley antitabaco, por ejemplo, de la que hablé hace unos meses, impide que existan locales en los que se reúnan los fumadores, en vez de aconsejar a los enemigos del humo que se abstengan de frecuentarlos, lo mismo que está vedado el acceso a los casinos y a los bares de topless, supongo, a los menores de edad, o que la mayoría de los heterosexuales procuran no entrar en sitios de ligue gay, porque allí nada se les ha perdido. Esa ley de Zapatero y Jiménez equivale a suprimir los lugares mencionados por si acaso a quien no le gustan se le ocurre meterse en ellos. Dicho sea de paso, mi artículo sobre dicha ley me costó, entre otros reproches, una ruin carta de la Presidenta de Nofumadores.org, en la que insinuaba que quizá yo cobraba de las compañías tabaqueras. De nuevo el espíritu totalitario: si alguien no opina como yo, será porque está comprado.
Vaya así por delante, en esta ocasión, que no soy aficionado a las corridas y que se cuentan con los dedos de las manos las veces en que he asistido a ellas, y sobraría algún que otro dedo. Tampoco tengo ningún contacto con el mundo del toreo ni desde luego he percibido un euro de nadie relacionado con él. Si las corridas se prohibieran, en nada cambiarían mi vida ni mis costumbres, luego carezco de todo interés personal o laboral en su permanencia. Pero tampoco tengo nada en contra de ellas, y en la iniciativa ciudadana de Cataluña que ha dado pie a que los políticos de esa autonomía aprueben debatir en su Parlamento su posible abolición en el territorio, sólo veo, por tanto, un afán más de prohibir aquello con lo que no se está de acuerdo, una muestra más del espíritu dictatorial y franquista que continúa anegándonos y envenenándonos.
Lejos de mi intención hablar de “tradición y cultura” o de “fiesta nacional”, esa clase de argumento patriótico me causa alergia. En esa iniciativa se mezclan dos cosas: por un lado, la ignorancia deliberada e interesada de los nacionalistas e independentistas –es decir, su necedad, pues justamente eso significa “necio” en la certera definición del DRAE: “Ignorante y que no sabe lo que podía o debía saber”–, que los lleva a creer –o a fingirlo– que las corridas son algo netamente “español” y no catalán, cuando su afición y arraigo en Cataluña han sido siempre fortísimos y están bien documentados; por otro, la frivolidad extrema de quienes se llaman a sí mismos “animalistas” (no sé si el “ismo” está de sobra) y de los ecologistas. En lo que respecta a los segundos, ya ha señalado el filósofo Gómez Pin en este diario que, según preservadores del medio ambiente, economistas, ganaderos y veterinarios, “el mantenimiento de no pocas dehesas (parques auténticamente naturales, donde un animal criado por el hombre goza de condiciones para realizar su naturaleza específica…) sería inviable sin la fiesta de los toros”. Si no hubiera ganaderías hace tiempo que esas dehesas estarían convertidas en urbanizaciones monstruosas, de esas que dicen combatir los ecologistas. En cuanto a los primeros, a los “defensores de los animales”, me temo que en este caso se convierten más bien en su mayor amenaza y sus mayores enemigos. ¿Por qué creen que todavía existe el toro bravo o de lidia? Se lo cría y cuida artificialmente y con esmero tan sólo porque hay corridas y otros espectáculos taurinos en nuestro país. ¿Acaso se ve a esa bestia en Alemania, Italia, Gran Bretaña o Rusia, fuera –tal vez– de unos pocos ejemplares que se utilizan como sementales? El toro no viviría espontáneamente. No es un bicho que pueda andar suelto por los campos sin poner en grave peligro a la población humana, ni que pueda valerse enteramente por sí mismo. Si se prohibieran las corridas y dejara de haber ganaderías, ¿quiénes se ocuparían de ellos, de alimentarlos, cuidarlos y controlarlos? ¿Esos “animalistas” a los que hemos visto emocionarse consigo mismos tras la votación del Parlament de Cataluña? Seguro que no. ¿El Estado? No creo que se encargase de tarea tan costosa como improductiva, y, si lo hiciera, es muy probable que los mismos abolicionistas de hoy protestaran por el dispendio inútil a cargo de los contribuyentes.
Quienes quieren acabar con las corridas, en suma, lo que pretenden –o pueden conseguir sin darse cuenta– es extinguir una especie, que sin ellas no sobreviviría. A lo sumo se destinarían a sementales unos pocos toritos, y seguramente se sacrificaría en su nacimiento a la mayoría de los machos. En vez de hacerlo en la plaza, tras darles una vida plena y libre de más de cuatro años, se haría en secreto, nada más ser paridos. Si eso da buena conciencia a los antitaurinos, que me expliquen los motivos. Porque, suponiendo que los taurinos sean “torturadores de animales”, los enemigos de las corridas resultarían ser exterminadores de animales. Y, francamente, entre los primeros y los segundos, prefiero con mucho a aquéllos, que al menos les causan una muerte en combate tras permitirles una vida. Éstos ni siquiera consentirían que tuviesen vida, ni que perdurase el toro bravo.
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