lunes, 19 de septiembre de 2011
lunes, 12 de septiembre de 2011
Una España, diecisiete españoles
La opinión de Manuel Martín Ferrand en ABC.
Dice Miquel Roca que «España es y debe ser reconocida como una realidad compleja». Así es en verdad y así viene siendo desde que Abderramán II, en Córdoba, festejaba chupando espárragos blancos como la nieve la llegada de la primavera, antes de que en la ribera del Ebro, donde hoy se cultivan los mejores, supieran de la existencia de un fruto tan apetecible como el que trajo al Califato un pintoresco andaluz del siglo IX, Zuryáb. El hecho de la complejidad, síntoma de riqueza en el muestrario, no debiera ser génesis de problemas mayores y si estos surgen es en función del empecinamiento igualitario con el que se trata de neutralizar —¿anular?— el festín de las diferencias.
Desde la Constitución de Cádiz, heredera de viejos demonios familiares, hemos reforzado un asfixiante centralismo que alcanzó su culmen en la última Guerra Civil, en la que las diferencias básicas entre los dos bandos eran ideológicas, pero sin enmiendas mayores a la condición jacobina del Estado.
Después, a la muerte de Francisco Franco, era indispensable una enérgica descentralización administrativa y política y, en ese entendimiento, el Título VIII de la Constitución del 78 marcó un camino que los hechos han ido distorsionando para, con trucos estatutarios, burlar los imprecisos límites que establece la Gran Norma.
Hay algo perverso en lo ideológico cuando se pretenden valorar en demasía algunos matices diferenciales. Por ejemplo, el disco más vendido estas últimas semanas —10.000 copias— entre todos los editados en España es obra del cuarteto Manel, 10 milles per veure una bona armadura. En puridad ese hecho tiene más de mercantil que de cultural, nada de nacionalista y menos que nada de separatismo centrifugador; pero si se enfatiza en la circunstancia menor de que es la primera vez que un grupo folk catalán alcanza el récord español de ventas, algo que no pasaba desde que Joan Manuel Serrat cantara D'un temps d'un paí, el fenómeno adquiere otra dimensión.
Café para todos
Seguramente la torpe doctrina del «café para todos» que, en los días constituyentes, anuló la más pragmática de «la tabla de quesos», es fuente de conflicto. Es natural que quienes somos diferentes en clima, tradiciones, alimentos, historia y hasta en voluntad queramos señalar nuestra diferencia. El problema deja de ser espiritual cuando cabe preguntar: ¿quién paga esas diferencias? Un médico de atención primaria del servicio andaluz de salud cobra por una guardia continuada de 24 horas 424 euros. La misma prestación laboral en Murcia le supone al facultativo una retribución de 648 euros. Eso no tiene nada que ver ni con la Macarena ni con la Virgen de la Fuensanta y, menos aún, con la bulería o el arroz en caldero del Mar Menor.
En Murcia, por otra parte, el mantenimiento de las Administraciones Públicas supuso en 2010 un esfuerzo fiscal de 8.553 euros por habitante. Un dato que contrasta con los 10.642 que es la aportación de los catalanes para el mismo fin, sobre una media nacional de 9.617. Pero no es cosa de reducir a números lo que es más fácil entender con ideas. Las 17 autonomías en que se divide la realidad española presente son, seguramente, una necesidad construida por la erosión de la Historia. Ese no es el problema, ni debiera serlo. Cuando hace un siglo y tres cuartos Javier de Burgos acometió la división de España en medio centenar de provincias todo fueron desajustes y problemas y pueden leerse en los periódicos de la época encendidas críticas a tal división administrativa. La Constitución tiene poco más de 30 años, es muy joven. El tiempo y la buena voluntad podrán hacerla buena.
Nuevos caciques
El caos no está en el concepto, sino en el uso. Sobrevolando sobre la singularidad de algunas autonomías uniprovinciales, con menos población que algunas capitales de provincia, y de otras pluriprovinciales sin mayores vínculos históricos internos, el hecho de una España y 17 modos administrativos no funde sus males en la pluralidad, sino en la falta de diferenciación y competencias que se acumula entre los distintos órganos de las administraciones. Son muchos los que hacen la misma cosa, la repiten.
La descentralización tiene su coste, pero también sus ventajas. Tantas más cuanto más capilar sea ésta. El refuerzo presupuestario de los Ayuntamientos sería un bien para todos, pero sin repetir funciones y responsabilidades. Sobran, por ejemplo, las diputaciones provinciales que constituyen un anacronismo en la España Autonómica. El equilibrio entre lo local, lo regional y lo estatal ha de ser cuidado al máximo. Con argumentos de coste y eficacia y no como blasón para el escudo de los nuevos caciques, el más dañino de todos los efectos arrastrados por la Organización Autonómica del Estado, en la que sobran instituciones, organismos, empresas públicas y figuras artificiales para que, a diferencia con los caciques del XIX, que se pagaban el poder de su bolsillo, los del XXI operen con cargo al dinero de todos.
Denostar las autonomías sería un error, reconducirlas a su dimensión constitucional y dentro del rigor presupuestario constituye una demanda urgente. Nos lo exigen —con otras demandas desoídas— nuestros socios europeos, los que ya se disponen al rescate de Portugal y, sobre todo, lo demanda el sentido común. No es de fácil explicación que, en Castilla-La Mancha el déficit público sea el 6,47 por ciento de su PIB regional, y la deuda el 16,5, y que en el País Vasco el déficit sea del 2,24 y la deuda del 7,4. En este asunto se están mezclando churras con merinas, sentimientos con presupuestos y gastos, y así no sale bien la cuenta.
Dice Miquel Roca que «España es y debe ser reconocida como una realidad compleja». Así es en verdad y así viene siendo desde que Abderramán II, en Córdoba, festejaba chupando espárragos blancos como la nieve la llegada de la primavera, antes de que en la ribera del Ebro, donde hoy se cultivan los mejores, supieran de la existencia de un fruto tan apetecible como el que trajo al Califato un pintoresco andaluz del siglo IX, Zuryáb. El hecho de la complejidad, síntoma de riqueza en el muestrario, no debiera ser génesis de problemas mayores y si estos surgen es en función del empecinamiento igualitario con el que se trata de neutralizar —¿anular?— el festín de las diferencias.
Desde la Constitución de Cádiz, heredera de viejos demonios familiares, hemos reforzado un asfixiante centralismo que alcanzó su culmen en la última Guerra Civil, en la que las diferencias básicas entre los dos bandos eran ideológicas, pero sin enmiendas mayores a la condición jacobina del Estado.
Después, a la muerte de Francisco Franco, era indispensable una enérgica descentralización administrativa y política y, en ese entendimiento, el Título VIII de la Constitución del 78 marcó un camino que los hechos han ido distorsionando para, con trucos estatutarios, burlar los imprecisos límites que establece la Gran Norma.
Hay algo perverso en lo ideológico cuando se pretenden valorar en demasía algunos matices diferenciales. Por ejemplo, el disco más vendido estas últimas semanas —10.000 copias— entre todos los editados en España es obra del cuarteto Manel, 10 milles per veure una bona armadura. En puridad ese hecho tiene más de mercantil que de cultural, nada de nacionalista y menos que nada de separatismo centrifugador; pero si se enfatiza en la circunstancia menor de que es la primera vez que un grupo folk catalán alcanza el récord español de ventas, algo que no pasaba desde que Joan Manuel Serrat cantara D'un temps d'un paí, el fenómeno adquiere otra dimensión.
Café para todos
Seguramente la torpe doctrina del «café para todos» que, en los días constituyentes, anuló la más pragmática de «la tabla de quesos», es fuente de conflicto. Es natural que quienes somos diferentes en clima, tradiciones, alimentos, historia y hasta en voluntad queramos señalar nuestra diferencia. El problema deja de ser espiritual cuando cabe preguntar: ¿quién paga esas diferencias? Un médico de atención primaria del servicio andaluz de salud cobra por una guardia continuada de 24 horas 424 euros. La misma prestación laboral en Murcia le supone al facultativo una retribución de 648 euros. Eso no tiene nada que ver ni con la Macarena ni con la Virgen de la Fuensanta y, menos aún, con la bulería o el arroz en caldero del Mar Menor.
En Murcia, por otra parte, el mantenimiento de las Administraciones Públicas supuso en 2010 un esfuerzo fiscal de 8.553 euros por habitante. Un dato que contrasta con los 10.642 que es la aportación de los catalanes para el mismo fin, sobre una media nacional de 9.617. Pero no es cosa de reducir a números lo que es más fácil entender con ideas. Las 17 autonomías en que se divide la realidad española presente son, seguramente, una necesidad construida por la erosión de la Historia. Ese no es el problema, ni debiera serlo. Cuando hace un siglo y tres cuartos Javier de Burgos acometió la división de España en medio centenar de provincias todo fueron desajustes y problemas y pueden leerse en los periódicos de la época encendidas críticas a tal división administrativa. La Constitución tiene poco más de 30 años, es muy joven. El tiempo y la buena voluntad podrán hacerla buena.
Nuevos caciques
El caos no está en el concepto, sino en el uso. Sobrevolando sobre la singularidad de algunas autonomías uniprovinciales, con menos población que algunas capitales de provincia, y de otras pluriprovinciales sin mayores vínculos históricos internos, el hecho de una España y 17 modos administrativos no funde sus males en la pluralidad, sino en la falta de diferenciación y competencias que se acumula entre los distintos órganos de las administraciones. Son muchos los que hacen la misma cosa, la repiten.
La descentralización tiene su coste, pero también sus ventajas. Tantas más cuanto más capilar sea ésta. El refuerzo presupuestario de los Ayuntamientos sería un bien para todos, pero sin repetir funciones y responsabilidades. Sobran, por ejemplo, las diputaciones provinciales que constituyen un anacronismo en la España Autonómica. El equilibrio entre lo local, lo regional y lo estatal ha de ser cuidado al máximo. Con argumentos de coste y eficacia y no como blasón para el escudo de los nuevos caciques, el más dañino de todos los efectos arrastrados por la Organización Autonómica del Estado, en la que sobran instituciones, organismos, empresas públicas y figuras artificiales para que, a diferencia con los caciques del XIX, que se pagaban el poder de su bolsillo, los del XXI operen con cargo al dinero de todos.
Denostar las autonomías sería un error, reconducirlas a su dimensión constitucional y dentro del rigor presupuestario constituye una demanda urgente. Nos lo exigen —con otras demandas desoídas— nuestros socios europeos, los que ya se disponen al rescate de Portugal y, sobre todo, lo demanda el sentido común. No es de fácil explicación que, en Castilla-La Mancha el déficit público sea el 6,47 por ciento de su PIB regional, y la deuda el 16,5, y que en el País Vasco el déficit sea del 2,24 y la deuda del 7,4. En este asunto se están mezclando churras con merinas, sentimientos con presupuestos y gastos, y así no sale bien la cuenta.
sábado, 10 de septiembre de 2011
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