miércoles, 31 de diciembre de 2008

Feliz 2009

lunes, 29 de diciembre de 2008

España en marcha.

Un artículo de Félix Madero en ABC.

NO son pocas las veces que escucho el concierto que Paco Ibáñez ofreció en el Olimpia de París en 1969. Años después un arriesgado profesor de Literatura en los escolapios, de apellido Pulido, asumió la labor de enseñarnos poesía escuchando la voz rota del cantautor que ponía música a Jorge Manrique y Góngora, pero también a Gabriel Celaya, Blas de Otero y Cernuda. Aquel disco fue para muchos una iniciación a un mundo desconocido, pero también un asidero sentimental que habla de España y de los españoles. Celaya, austero con las palabras, creía que éramos un ser que se crecía, un río derecho y un golpe temible de un corazón no resuelto. Sigue teniendo razón.

Si en Zapatero hubiera una idea de la nación que no fuera ni discutible ni discutida podría haber regalado el disco de Ibáñez a los presidentes que se han ido a La Moncloa a ver que hay de lo suyo. Viendo el espectáculo de la pasarela autonómica resulta extravagante e ingenua la apelación del Rey instándonos tirar del carro. ¿Pero de qué carro, Señor? Aquí cada uno tiene uno, más o menos vistoso, con distintas cilindradas y necesidades de consumo. La costumbre esconde la injusticia. La injusticia, hecha costumbre, nos ha dormido, y así pensamos que la política es eso que hacen los que piden el voto.

El espectáculo ofrecido por el Gran Conseguidor es inaúdito. Todos creen que son dueños de un territorio, y se han olvidado de las personas, o sea, de los ciudadanos. A todos ha contentado el presidente, sin duda el más listo y audaz. Zapatero deja corto el añorado puedo prometer y prometo.



Creer que España es esto que vemos es asumir una mentira desafiante ante la poca sombra que da eso que algunos invocamos, el patriotismo constitucional como sustento de una convivencia equilibrada y digna en toda España.

Presidentes de toda laya y condición han salido exultantes porque el carro regional tendrá gasolina para unos cuantos años. ¿Recuerdan a alguno que haya enjaretado un discurso en el que cupiera la palabra España y sus necesidades?

Sólo uno de los que han ido «averquehaydelomío» llama mi atención. El presidente de Extremadura, Guillermo Fernández Vara es socialista, y tiene dicho que aquí triunfa el que rompe y divide. Ahora, en una oportuna entrevista de Gabriel Sanz en ABC insiste en conceptos claros y sencillos. El carro se llama España, pero también decencia política para discutir tanto desvarío provinciano con gorra de municipal.
Fernández Vara es hoy una voz necesaria. Lo es porque dice cosas obvias, pero que hay que decir: Somos solidarios porque somos iguales. O esta otra de que el Estado ya no puede ni debe ceder más impuestos o terminará desapareciendo. Lo dice sin miedo y sin complejos, dos peajes con los que aquí se hace política.

El extremeño está abriendo la puerta a un tiempo nuevo que pregunta por el discurso y no por la ideología. El tiempo en que esto de la derecha y la izquierda empieza a ser un remedo que sólo justifica el relato zafio del político que vive de, por y para la sigla. Allí donde haya ideas, allí irán los votos. Donde impere el sentido común de éste ser que se crece. De éste río derecho. De éste corazón no resuelto. España, por ejemplo.


miércoles, 24 de diciembre de 2008

Aburrimiento


Elvira Lindo en El País.

Qué repetidos estamos. Es habitual encontrarse a personajes públicos declarando que no comparten la afirmación identitaria del nacionalismo y apostillando inmediatamente, "incluyendo todos los nacionalismos, el español también". La apostilla es ya un clásico y no indica más que el temor que tiene un número importante de personas progresistas a ser señaladas como miembros del batallón contrario. Son temores nunca reconocidos por quienes lo padecen y que no sirven más que para ahogar cualquier debate. La apostilla debiera sobrar, sería lógico sobrentender que quien no entiende que los países se formen sobre la base de una pasión sentimental no hace una excepción con la nación española. En fin, qué importa ya. Lo que comienza a provocar el eterno conflicto autonómico español es una mezcla de desesperación y hastío. Es como si los problemas fundamentales siempre acabaran siendo devorados por los accesorios. El ser o no ser que nos es tan propio. Surge de pronto, como ahora, un asunto crucial, la crisis económica y, por un momento, queremos pensar que, lógicamente, acaparará la atención de todos (incluidos los que siempre están a lo suyo). Qué inocentes. Ya puede caerse el cielo sobre nuestras cabezas. Seríamos capaces de pelearnos por ver qué trozo de cielo nos corresponde a cada uno. Y no, no vale señalar a unos como más mezquinos que otros: al bonito juego del Tomaydaca se apuntan todos, incluidos quienes más lo critican.
Urge que la naturaleza de este país, España, se decida pronto, para no tener la incómoda impresión de que estamos permanente inacabados y que, como eternos adolescentes, no podemos acceder a los debates adultos. Urge un tipo de Estado, éste o el otro, para que esta indefinición e insatisfacción continuas no acabe por sumirnos en el peor de los estados posibles, el del aburrimiento.

La misma canción.

La quadratura del cercle (y II)

domingo, 21 de diciembre de 2008

El Follón del Parlament de Catalunya.

José Domingo, de Ciutadans, intenta hablar en el Parlament de Catalunya.

sábado, 20 de diciembre de 2008

jueves, 18 de diciembre de 2008

miércoles, 17 de diciembre de 2008

martes, 16 de diciembre de 2008

lunes, 15 de diciembre de 2008

Los fascistas antifascistas.

Un artículo de Antonio Robles, diputado de C´s, en Libertad Digital:

Hay una tendencia a considerar como comportamientos ultraderechistas aquellos que se identifican con la indumentaria clásica de los fascismos de la primera mitad del siglo XX. A saber: botas militares, esvásticas nazis, banderas españolas con aguiluchos franquistas, etc. Su ADN está encarnado en esa indumentaria; su sola presencia basta para evocarnos las pesadillas del totalitarismo. No necesitan reivindicarse; la patente de sus símbolos agresivos tampoco peligra: nadie los quiere, todos los temen. Sin embargo, es una especie en extinción. Su territorio natural en España ha ido reduciéndose a medida que aumentaban independentistas y grupos antisistema. Si se fijan, semejantes especimenes se concentran en Madrid, en Valencia y en algunas otras capitales o espacios donde grupitos aislados de nuevos racistas entran en colisión laboral con la nueva inmigración. Y curiosamente, en Cataluña, Euskadi y Galicia esos energúmenos o, para ser más exactos, quienes se revisten de tales símbolos han desaparecido casi por completo.

La pregunta es simple, pero inevitable: ¿es que sólo hay fachas en Madrid? Y por contraposición: ¿las comunidades nacionalistas son un antídoto contra el totalitarismo y la violencia ultraderechista?

Sería una simpleza aceptar la primera y una imperdonable estupidez la segunda. La respuesta la hemos de buscar en la pereza intelectual de una generación cuyo biberón moral se alimentó del rechazo a la parafernalia nazi, fascista y franquista como universo cerrado y finito del totalitarismo. En vez de buscar el fascismo en los comportamientos, se conforman con las apariencias simbólicas. Y no han reparado en que, desde la transición para acá, las respuestas autoritarias a los retos ideológicos, demográficos, raciales, lingüísticos y territoriales se visten de otras maneras y reivindican otros fines.

Consideremos, por ejemplo, la estética Jarrai: camisetas a rayas horizontales, coletillas, pañuelos palestinos al cuello, calzado de montaña y aspecto sucio y desaliñado; ese es el uniforme de los cachorros de ETA. En nada se parecen a los paramilitares nazis, pero son igualmente violentos; amenazan y agreden en grupo con el rostro cubierto y sus actos vandálicos son tan gratuitos como sus homólogos de la ultraderecha. Sólo tienen una diferencia: los jarrai se creen antifascistas y los fascistas se sienten orgullosos de serlo. Los Maulets en Cataluña, la CAJEI (coordinadota d’assemblees de joves de l’esquerra independentista) o las JERC, por poner sólo tres ejemplos, no matan ni se visten como los fascistas de los años treinta del siglo pasado, pero insultan, agraden, rompen cualquiera cosa que simbolice a España (como las vallas con el toro de Osborne o la bandera constitucional española) y boicotean, asaltan o amenazan a quienes se atreven a defender ideas no nacionalistas. Albert Boadella es uno de los últimos exiliados, aburrido de aguantar tanta inmundicia excluyente.

Y es que mientras en las comunidades no nacionalistas los cachorros nazis carecen de empresas épicas a las que adherirse, en Cataluña, País Vasco y ahora Galicia encuentran cobijo en las reivindicaciones independentistas. Ahí existen espacios para su agresividad sin tener que soportar los inconvenientes de una simbología que sataniza a quien la emplea. En estas comunidades nacionalistas encuentran cobijo y apoyo en numerosas ayudas institucionales en nombre de la recuperación de la lengua o las reivindicaciones nacionales. Su comportamiento los delata, pero su indumentaria y su lenguaje reivindicativo los hace pasar por víctimas cuando sólo son verdugos.

Las sanciones lingüísticas, la imposibilidad de estudiar en la lengua oficial del Estado, el desprecio continuado por los símbolos constitucionales, su autosuficiencia y manipulación históricas, sus exclusiones culturales, la utilización de las leyes a través de las mayorías parlamentarias para vaciar a la mitad de los ciudadanos de sus derechos constitucionales, etc., son rasgos propios del racismo cultural que han quedado camuflados en las propias instituciones porque es en ellas y desde ellas desde donde ejercen todo el poder.

Como se dice en Galicia a propósito de las brujas: no existen nacionalistas fascistas, pero haberlos, hailos.

Insulta que algo queda.

domingo, 14 de diciembre de 2008

Jugadores de cartas


Antonio Muñoz Molina, en El País de hoy:

El encuadre lo es todo: en la pintura, en el cine, en la fotografía, un límite casi siempre rectangular contiene lo que vemos y al mismo tiempo sugiere lo que queda fuera, que equivale a lo que las palabras de un relato no dicen y al tiempo que hay justo antes del principio e inmediatamente después de la música. Después de la música queda su resonancia fantasma flotando en el aire, un silencio que ya no es el mismo que había antes de que empezara. Escribir sobre algo es no escribir sobre otro asunto que se deja de lado; contar una historia es no contar otra que habría sido igual de posible, y por eso la maestría algunas veces consiste -en Henry James con mucha frecuencia- en contar algo y al mismo tiempo estar contando o sugiriendo lo contrario. Corregir lo escrito es muchas veces borrar y tachar: es el peso de lo no dicho y sin embargo presente lo que al gravitar sobre las palabras les da esa densidad misteriosa cuyo resultado es la poesía. En el Quijote, Cervantes atribuye a su cronista embustero y apócrifo Cide Hamete Benengeli una aspiración que siempre me ha parecido enigmática: ... y pide que se le alabe no por lo que dijo, sino por lo que dejó de decir. Un arte por naturaleza tan económico como la historieta logra sus mejores efectos de concisión gracias al encuadre y a la elipsis: en las dos o tres viñetas de una tira diaria de Charlie Brown o de Calvin y Hobbes se asiste a la maestría de quien lo dice todo dibujando lo mínimo, usando las mínimas palabras. En muchos cuadros y fotos memorables, la persona retratada mira algo que nosotros no vemos porque está más allá del encuadre, y esa imposibilidad de saber refuerza en nosotros la intuición de una conciencia y una voluntad soberanas que son más perceptibles porque no podemos acceder a ellas.
No es una cuestión estética: necesitamos relatos con principio y fin, y marcos que confinen una dosis limitada de la experiencia para entender el mundo. El espectáculo es demasiado amplio y fluye a una velocidad excesiva: como el científico, el observador que hay siempre en cada uno de nosotros elige un fragmento significativo para analizarlo en el microscopio de la atención, recoge en un tubo de ensayo una gota de esa corriente que de otro modo lo aturdiría. La neurociencia desbarató hace ya mucho la ilusión de que los sentidos recogen y trasladan a la mente las cosas tal como existen fuera de nosotros: los ojos como una cámara de recibir imágenes, los oídos una grabadora, etcétera. Lo que vemos, lo que escuchamos, lo que percibimos, es un relato selectivo, muy organizado, no reflejo pasivo, sino sofisticada construcción, ajustada a lo largo de millones de años por la evolución para responder a las necesidades de nuestra supervivencia. No hay, en rigor, colores, sonidos, volúmenes: hay ondas, de longitud y frecuencia diversas; partículas o pulsaciones moviéndose en un espacio casi por completo vacío, en el que además una gran parte de lo muy poco que nuestros instrumentos de observación más refinados llegan a captar es tan desconocido que se le ha dado el nombre de materia oscura (la ciencia es uno de los últimos refugios del lenguaje poético).

El relato, la viñeta, el fotograma, el cuadro, el experimento, enfocan la atención sobre sí mismos, sobre la limpidez y la intensidad de su forma, pero también nos avisan de que hay algo detrás, o por debajo, o más allá del marco; que en realidad ellos no son el mensaje, sino los mensajeros; no la solución del enigma, sino una pista que nos permitirá adentrarnos un poco más en él; no el territorio, sino tan sólo el mapa; una moneda, pero no el tesoro; el capitel de una columna o el trozo de mosaico que delatan la existencia de toda una ciudad sepultada; el residuo de ADN en el que está cifrado el espanto de un crimen.

Hemos visto estos días las fotos tristemente habituales del crimen, y como las hemos visto ya tantas veces, su obscena repetición, su monotonía sanguinaria, nos dejan en un estado de embotamiento moral: el empresario asesinado por los pistoleros de costumbre, el escándalo de la sangre manchando la acera, rebosando la manta o la sábana con la que se ha cubierto a toda prisa el cadáver, no se sabe si por piedad o por quitarlo de la vista cuanto antes, para que no importune, para que pueda ser olvidado más rápidamente, disuelto en una estadística, de modo que sea más fácil ennoblecer a los asesinos o incluso, si se presenta la oportunidad política, aceptarlos como interlocutores, concederles un respeto que se escatimará a sus víctimas.

Todo esto lo hemos visto ya, y no es improbable que tengamos que pasar la vergüenza de volver a verlo, y de que si manifestamos no ya nuestro asco, sino nuestra disconformidad, merezcamos de nuevo el insulto de los que hayan vuelto a descubrir el fondo bondadoso de los asesinos, su generosidad conciliadora. Lo que no habíamos visto era esa foto que publicó el diario El Mundo, y que no da más miedo y ha despertado más escándalo no por lo que hay en ella, sino por lo que no se ve, lo que está fuera del encuadre, a unos pasos de esos jugadores de cartas que se disponen a continuar, en su bar de siempre, la rutina gustosa y trivial de todas las tardes. En una de las fotografías más hermosas del siglo pasado se ve a una mujer negra, con abrigo y sombrero, sentada apaciblemente en un autobús, mirando por la ventanilla: es Rosa Parks, que el día 1 de diciembre de 1955 no quiso levantarse de uno de los asientos del autobús reservados a los blancos. Esa escena de una serenidad contemplativa oculta el heroísmo de una mujer que ha decidido no dejarse humillar nunca más y el mundo de segregación, crueldad e injusticia que hay más allá del encuadre.

En la foto de Azpeitia tampoco hay nada alarmante, ni siquiera llamativo, entre otras cosas porque los tipos humanos que aparecen en ella irradian bastante menos nobleza que la señora sentada en el autobús, en un delicado contraluz que acentúa su distancia en el tiempo. Ésta es una foto con una rudeza de bar español, de voces roncas y humo acre de tabaco, de televisor con el volumen demasiado alto y musiquilla de máquinas tragaperras. Lo que estos hombres discutan importará mucho menos que lo que estén callando. Lo que delimita el encuadre sería un episodio neutro de la áspera cordialidad de la vida española si no fuera por lo que sabemos que está un poco más allá. Hasta ayer mismo, el hombre derribado en el suelo en medio de un charco de sangre casi en la puerta del bar era uno de los que se sentaban a jugar esta misma partida. Acaban de matarlo, pero sus amigos del alma ya le han encontrado un sustituto. Las peores infamias no las cuentan las palabras ni las muestran las fotografías. Suceden en la normalidad y en el silencio.

sábado, 13 de diciembre de 2008

Emilio Calatayud

Conferencia del Juez de menores de Granada.



Entrámpate tío.

Arturo Pérez-Reverte en XL semanal.




Acabo de toparme en el correo con una publicidad bancaria que me ha puesto de una mala leche espantosa. Muchos de ustedes la conocerán, supongo. Se trata de un folleto destinado a los usuarios de una de esas tarjetas de crédito jóvenes, o como se llamen, Bluecard, o Greentarjeta, o Yellowsubmarine, que ahí no me he fijado mucho. Pero la tarjeta es lo de menos. De lo que se trata es de que el banco en cuestión, que para la cosa de recaudar viruta tiene tan poca vergüenza como el resto de los bancos y bancas que en el mundo han sido, plantea a sus jóvenes clientes una oferta de crédito tan descaradamente abyecta que, si no fuera porque el tal Solitario de los huevos no es más que un miserable sin escrúpulos y un payaso, casi aplaudiría uno que siguiera reventando ventanillas a alguna de tales entidades. No sé si me explico.

«Domicilia tu nómina y vete de viaje», es el reclamo inicial que encabeza el folleto, junto a la foto de una parejita jovencísima y feliz. Nada que oponer a eso, naturalmente. Aunque no exista, desde mi punto de vista, relación directa entre el hecho de domiciliar la nómina y subirse acto seguido a un tren, barco o un avión, uno podría seguir el consejo sin grandes objeciones. El mosqueo viene líneas más abajo, cuando el folleto añade «Londres, Roma, Berlín, París... Llévate un bono de 300 euros para viajar a esa ciudad que siempre has soñado conocer». Y aquí, la verdad, el asunto se enturbia un poco. En estos tiempos de educación para la ciudadanía –permitan que me tronche– y teniendo en cuenta que los destinatarios del folleto son gente muy joven, resulta poco edificante que la primera sugerencia a quien domicilia su primera nómina, lejos de aconsejarle ahorrar para un futuro más o menos próximo, consista en cepillarse alegremente esta nómina y las siguientes, en viajes alentados por el cebo del bono de marras, aunque éste financie parte del periplo.

Pero ésa es sólo la introducción, o proemio. Lo bonito viene luego. «Hasta 30.000 euros –pone con letras gordas– para lo que tú quieras.» Y suena tentador, me digo al leerlo. Si yo fuera joven imberbe y domiciliara mi nómina en tan rumbosa entidad bancaria, tendría asegurado un creditillo que, bien mirado, no deja de ser una pasta. Tal como está el patio, 30.000 mortadelos dan para que una parejita tierna, necesitada y con sentido común –30.000 x 2 = 60.000– pueda organizarse un poco mejor en la línea de salida. Lo malo es que, algo más abajo, cae mi gozo en un pozo. Porque «lo que tú quieras», o sea, lo que un joven de hoy necesita con más urgencia, a juicio del departamento de créditos del banco en cuestión, es «¿Un coche nuevo, una moto, un ordernador, el viaje de tu vida?». Dicho de otra manera: lo bueno de domiciliar la nómina para un joven de veintipocos años, o para una pareja de esa edad que decida plantearse una vida en común, no reside en que así puede uno amueblar la casa, comprar un coche para el trabajo –el folleto habla de «coche nuevo», no de uno a secas– o adquirir lo necesario para encarar la perra vida. Niet. Lo verdaderamente bonito del invento es que, entregándole la nómina a un banco, puedes entramparte como un gilipollas para los próximos diez años de tu existencia, a fin de comprarte una moto o irte a beber piña colada las próximas navidades al Caribe, como Leonardo di Caprio. Guau. Pero no todo queda ahí, colega. Faltaría más. Porque encima, si domicilias tu nómina y te echas encima el pufo –el primero de muchos, qué ilusión– del crédito a diez años para el imprescindible coche nuevo, tu banco, que es generoso que te rilas, permite que además trinques nada menos que una Wii –«Con su revolucionario mando inalámbrico descubrirás una forma diferente de jugar», puntualiza el folleto– casi sin enterarte. Sólo al pequeño costo de otro pufillo adicional: un año pagando una cantidad mensual que ni siquiera llega a 20 euros, tío. Pagando sólo, fíjate, la ridícula cantidad de 19,50 euros al mes. El non plus. Y claro. A ver quién va a ser tan idiota como para no embarcarse en el chollo: vacaciones, coche nuevo, moto, ordenador, y encima poder matar zombis con la Wii casi gratis, o sea. ¿Hay quien dé más? Con eso y un bizcocho, la vida resuelta hasta mañana a las ocho. Por la cara.

Hace mucho tiempo que no llamaba hijo de puta a nadie en esta página. Se lo prometí a mi madre, a mi confesor y a una señora de Pamplona que me paró por la calle para darme la bronca. Pero hay días en que el impulso resulta más poderoso que las buenas intenciones.

Hijos de puta. Hijos de la grandísima puta.

La letra ni con sangre entra.


La opinión de Félix de Azúa, hoy en El Periódico de Catalunya.

Un amigo que tiene el infortunio de ser profesor de instituto advirtió la hoja de informes internos sobre la mesa del director. Cada día, un profesor de guardia anota lo que en la jerga burocrática suele llamarse "incidencias". Estos informes son secretos y ni siquiera sabemos si los realizan todos los centros de enseñanza media. El informe era tan escalofriante que, sin pensarlo dos veces, sacó una fotocopia y me la envió para que me percatase de la vida normal de un instituto en la España actual. Parecía un serial de adolescentes. Otra prueba de que la tele es el único centro pedagógico del país.
Un muchacho abofetea a una chica y cuando el profesor le sujeta por el brazo otros chavales gritan "¡Ahora, ahora!" y el profesor recibe una tunda de patadas. Una profesora expulsa de clase a un alumno y su compinche grita: "¡Dale una hostia, que no puede hacerte nada!". Hay escenas de sexo en los retretes, de violencia con padres de alumnos, porros por todas partes, amenazas, humillaciones, hurtos, y así durante tres folios. Es desolador porque ese instituto ni está en un barrio duro, ni es particularmente difícil.

Llamo a mi amigo y le digo que sería interesante publicar el informe tal cual está, sin añadir ni una coma, y que le pida permiso al colega que lo firma. Por supuesto, borrando los nombres y ocultando la ciudad del instituto. Así lo hace mi amigo, pero la respuesta es un grito de espanto. "¡Tú quieres que me maten! Como se enteren de que he divulgado ese informe, me trituran". ¿Quién? Sus propios jefes.


La ocultación de lo que está sucediendo en la enseñanza (la peor de Europa) se diría pactada por los funcionarios políticos y los sindicatos. Se sabe que solo en Catalunya el año pasado 163 profesores denunciaron agresiones de alumnos (ANP). ¡Cómo debió de ser cada uno de esos ataques para ponerlos en manos de nuestra adorable Administración! ¡Y cuántos deben de producirse para que aflore esa punta de iceberg!
Si así se conducen con los profesores, ¿cómo serán las relaciones entre los alumnos? Pues puro fascismo: terror y silencio.

Hombres anuncio en Madrid.

Mutaciones regresivas.

Columna de Pedro Ugarte en El País.

El asesinato de Ignacio Uria revela la carcoma que se esconde detrás del ecologismo radical. Y eso que criticar el ecologismo es antipático, ya que forma parte del pensamiento dominante y el pensamiento dominante nunca tolera un contrapunto. Por eso, el instinto de supervivencia dicta contra quién o contra qué es posible meterse con soltura y contra quién o contra qué es mucho mejor callar. Como dijo Charles Peguy, nunca sabremos cuántos actos de cobardía han sido motivados por el temor a parecer insuficientemente progresista.
El carácter no objetable del ecologismo lo ha convertido en herramienta de los enemigos de la democracia. El irresistible aumento de la prosperidad en Occidente dinamitó hace tiempo la lucha de clases y lleva camino de hacer lo mismo con su versión geográfica: las diferencias Norte-Sur. Por eso ha sido necesario inventar un tercer artefacto dialéctico: la raza humana enemiga de la naturaleza. Pero no hay que preocuparse; es una nueva excusa: cuando la fuerza de los hechos se imponga, por tercera vez, sobre los augurios catastrofistas, se alzará el cuarto teatrillo: la Tierra, enemiga de la galaxia.
El ecologismo se acomoda a las ventajas de toda idea hegemónica: en su versión moderada o en la más extravagante, vive a salvo de críticas. Uno oye la palabra "ecologismo" y se pone más firme que un recluta. Uno escucha por la radio "sostenible", "alternativo", "medioambiental", "comunidades locales" o "Pacha-Mamma" y deja de pelar patatas, se quita el delantal y entona himnos sostenibles. Si no es por Lenin, que sea por las mofetas.
Lo que no es sostenible es el documento que, tras un indigno silencio, difundía la Asamblea contra el TAV (del magma AHT Gelditu) esta misma semana, documento en que se retrata con sobrecogedora exactitud. En dos folios asoma una sola frase sobre ETA. Es la siguiente: "Exigimos a ETA que no intervenga en este conflicto". Ni rastro de cuestionamiento ético: sólo la evidencia de que la intervención de ETA no conviene. Curioso argumento utilitario para idealistas tan aéreos. En coherencia con la inmoralidad nazi y comunista, esta gente se halla a salvo de todo vestigio de debilidad cristiana, de todo escrúpulo o reparo: ETA no debe intervenir por razones de eficacia. Ni un vago alegato teñido de humanismo. Ni una sola palabra, por retórica que sea, de pesar o de respeto a una familia destrozada. Ni una palabra, en fin, para el asesinado, que pasa por el documento con una extraña ligereza deambulatoria (quizás porque Ignacio Uria, se nos recuerda, era un "copropietario"). La sociopatía ecologista defiende un sistema de valores pasado por la turmix. El documento no impone a ETA ni un infinitesimal reproche, pero el furibundo reproche asambleario sí encuentra otros culpables: el desarrollo, la producción energética, las empresas, los coches, la policía, las cárceles, los estados, los partidos políticos, los medios de comunicación,...
La insensatez de propugnar una sociedad preindustrial; el odio patológico a la democracia liberal; la indiferencia ante la vida humana: la grave hipocresía de querer imponernos una economía de subsistencia, pero no ver el momento de mudarse ellos solitos a la punta del Anboto; el desánimo de comprobar cómo la evolución humana experimenta aberrantes mutaciones regresivas, confieren a este conflicto el aspecto pringoso de un potaje. Y si alguien tenía dudas acerca de lo que nos jugamos con el tren de alta velocidad debería olfatear la deyección asamblearia: de ella emana un hedor que aterroriza.

Diego el Cigala

La versión que suena en "Soldados de Salamina".

Plácido Domingo

Dyango